lunes, 29 de abril de 2019

Disfrutad la calle, os espero en casa

Sempé. 1957 
Ayer salí a la calle para ir a votar. Fue una incursión en plan comando: salir, votar, comprar leche, volver a casa, alivio. No me gusta salir de casa, me cuesta un mundo salir a la calle. Me esfuerzo para encontrar un motivo por el que dejar mi casa, mi sofá, mi cocina, mi cama, mis libros, mi mesa y las vistas desde mi ventana. Cuando salgo (casi) siempre es por obligación y no hablo solo de ir a trabajar, a la compra, a la tintorería o a llevar y traer a las niñas de sus movidas; quedar me da pereza, ningún plan me parece mejor que mi casa. Sé que esto le pasa a mucha gente y creo que es algo que va con la edad como las canas, dormir menos o aprender a ajustar el resto de comida al tamaño del taper. En esto, como en tantas otras cosas, no soy especial. 

Las que me parecen especiales son todas las personas a las que parece que su casa se les cae encima, aquellas que te dicen «yo tengo que salir a la calle todos los días, sino salgo me parece que he desperdiciado el día». Para mí es como si hablaran dialecto mandarín del centro de China. ¿Perder el día? ¿Desperdiciarlo estando en tu casa?  Tengo amigos así y los observo con fascinación e inquietud. Salen de casa a las doce de la mañana y a las diez de la noche siguen en la calle, yendo y viniendo de un plan a otro. «Vente, no seas seta». Y yo los adoro y sé que si hiciera el esfuerzo seguro que lo pasaría bien pero sinceramente, prefiero no hacerlo. 


Ayer, en mi barrio, había multitudes por la calle: gente yendo a votar, abarrotando las terrazas, en el parque, paseando. Los miraba como a alienígenas, ¿por qué no están en casa con sus vaqueros más viejos vagueando? ¿Qué ven en la calle que yo no veo? ¿Qué atractivo encuentran que a mí me es negado? Esta sensación se multiplica por un millón un sábado a las cinco de la tarde. ¿Qué hace que alguien prefiera estar en la calle a esa hora en vez de estar mecido en su sofá disfrutando el silencio, la peli terrible de mediodía o roncando?  

Ayer, desde mi sofá, mientras veía la tarde caer y a la gente pasear arriba y abajo, pensé que seguro que la tara es mía y que con mi querencia al hogar me estoy perdiendo cosas. Los que tomáis las calles y las disfrutáis, para mí sois unos héroes. Me admira esa fuerza de voluntad, me asombra esa fortaleza, ese empuje para pasarse el día en la calle, yendo y viniendo y disfrutándolo. Tiene que haber algo ahí fuera que merezca la pena, el esfuerzo, seguro que sí pero para mí, no hay nada como estar en casa.  No hay nada como la sensación de estar a salvo, sin duplicidades, sin tener que ser nada más que yo, sin fingimientos, sin ropa limpia, sin planes, sin prisas. Descalza. 

Disfrutad la calle, os espero en casa. 


jueves, 25 de abril de 2019

Ignórame, supéralo

No vengas. No vuelvas. Olvida el camino, borra la ruta, elimina el historial. Toma otra dirección, haz un cambio de sentido. No me leas. No me mires. No me veas, no me escuches. Castígame con el látigo de tu indiferencia, sé descortés y (más) maleducado. Ignórame. Pasa de mí, de mis cuitas, de mis problemas, de mis preocupaciones. No pierdas tu tiempo calificándolas de tonterías, aprovecha para hacer algo útil como cortarte las uñas o mirar al infinito disfrutando de tu inmensa sabiduría. Hazme el vacío, prívame de tu compañía, de tu conocimiento, de tu saber estar, de tu profundo conocimiento de la psique humana, sobre todo de la mía. Mantenme en la oscuridad, en la ignorancia. Haz de mí una paria, una inculta. No me enseñes, no me corrijas, ríndete a la evidencia de que soy idiota, de que te caigo mal.  Ignórame. Aléjate de mis fallos que tanto te crispan, libérate de mis incongruencias que tanto te incomodan. Surfea mi egocentrismo que tanto te indigna y salta por encima de mi yo constante y de las cosas que (me) pasan. Ignórame y libérate.  

Si alguna vez aparezco en tu twitter, bloquéame. 
Si alguna vez me lees en un periódico, arranca la página, cierra el navegador. Escribe una indignada carta al director.  
Si me escuchas en la radio, apágala. 

Pero mientras tanto empecemos por liberarte del vicio de venir aquí, a mi casa, a leerme, a crisparte. Supéralo. Sal al mundo. Disfruta. Superarás el mono.  

Dame por perdida, hazme el vacío y, sobre todo, déjame en paz. 

Podré superarlo, querido anónimo. 

Posdata: Sé que tendrás impulsos incontrolables de comentar aquí. Querrás escribir algo mordaz y supuestamente ingenioso como «ñiñiñi» pero voy a ayudarte y capar los comentarios. Todo por tu síndrome de abstinencia y porque el blog es mío y hago en él lo que quiero.     



martes, 23 de abril de 2019

Un escaparate en Asturias

Huele a lilas en el coche de vuelta. A lila. Solo robé una de la casa del médico de la colonia Solvay, la única que alcanzaba sin subirme a la valla. Ya tengo una edad para saltar vallas en pueblos que no conozco, en Los Molinos la hubiera saltado armada con unas tijeras de podar pero en esa colonia tan belga, tan ordenada, tan inesperada no me pareció adecuado. Asturias huele a verde y a eucalipto aunque no llueva y suena a viento aunque no sople. En la playa, tumbada en una manta de cuadros rojos, con vaqueros y camiseta me siento increíblemente cercana a los Cazalet, la familia protagonista de la novela que estoy leyendo. A veces hay que leer novelas en las que lo que pasa es la vida sin preguntarse por vivir, novelas en las que las preocupaciones son lo que van a comer, el vestido que van a llevar y ser increíblemente educados. Nada como una buena novela inglesa para relajarte en una playa. Y nada como una multitudinaria familia vasca para arruinarte ese placer colocándose a tres metros de ti cuando hay toda una playa para disfrutar. No sé si son vagos o mi campo magnético les atrae. Los miro enfurecida intentando que a través de mi gesto displicente y mi bufido comprendan que no son bien recibidos pero, por supuesto, me ignoran. Dejo el libro y los observo. Son como los Cazalet. Los abuelos van de la mano y eso me enternece, me los imagino entrañables y cariñosos. Ella protesta porque tiene frío y él responde a todos sus nietos, que son legión,  con un «pues claro que sí, cariño». Tienen cuatro hijos, todos cortados por el mismo patrón y ya talluditos, ninguno va a volver a cumplir cuarenta y cinco. Las nueras son más dispares y todos están reunidos alrededor de una cantidad de bolsas increíble: comida, agua, ropa para cambiarse. Ni un libro. Los nietos salen corriendo a jugar al fútbol, los abuelos están plantados en la arena sin saber qué hacer, alguien se ha dejado sus sillas en el coche y aunque todos los hijos se ofrecen para ir a buscarlas la madre dice «no, hijos no, tengo frío para sentarme». Al final el grupo se dispersa, las nueras se van a caminar por la orilla, los abuelos por el paseo de madera a recorrer la ría y los hijos se quedan alrededor de las bolsas mirando a lo lejos el partido de fútbol de los nietos. «Mamá no está bien. No se entera de nada o hace que no se entera. Desde lo de Pablo apenas me dirige la palabra, no me habla». ¿Quién es Pablo? A veces, me gustaría que las conversaciones de los demás vinieran audiodescritas, como en las películas. O mejor, con notas al pie, *Pablo es un hermano díscolo que decidió hacer carrera como actor porno y su madre no se lo ha perdonado. 

Recorro lugares en los que estuve hace casi seis años, con otra vida y otras personas. No siento nostalgia ni tristeza. Me alegro de volver y de saber que todo salió bien. En Lastres encuentro el mejor escaparate del mundo, con vistas al mar a través de una ventana invadida de hiedra, se asoma una antigua tienda de antigüedades, la misma tienda lo es. Aparcados en su puerta hay un barco azul y un todoterreno, con una toalla colgando del retrovisor izquierdo. En el escaparate hay un mal paisaje que podría ser el Capitan en Yosemite pero que probablemente sea un picacho asturiano que no soy capaz de reconocer. Hay un busto femenino de mármol de esos que se usan como modelo en las clases de pintura parece tímida, desubicada, harta de sus compañeros de ventana. Las obras escogidas de Oscar Wilde se apoyan en una lata antigua de pimentón puro de Juan Antonio Sánchez Laorden de Santomera, Murcia que hacen pareja con la mítica lata de ColaCao. Oscar Wilde, pimentón y Colacao. Ojalá ser dadaista para escribir un poema con esto.  Hay un retrato en blanco y negro de una dama de perfil que también necesitaría una nota a pie de página o, al menos, un subtítulo. Más libros y un ejemplar de Armamento Portatil Español 1704-1830 de Bernardo Barceló Rubí.  En las rodillas de una armadura se apoya un papel en el que se puede leer "para avisos llamar aquí". Fantaseo con la idea de que el teléfono sea de la armadura y puedas llamar a ese teléfono si necesitas un caballero andante o un fantasma para asustar a alguien. Justo por encima del yelmo un cartel de Securitas Direct. Sonrío. La esquina derecha parece un bodegón sobre la futilidad de la vida: un cuadro de flores, más libros, una lámpara vieja, una salsera. .  No resisto la tentación y pego mi cara a la cristalera: dentro hay una cueva de tesoros increíbles. Ojalá la armadura me abriera la puerta y pudiera pasarme la tarde escudriñando la vida de todos esos objetos. Sería un local fantástico para una librería. 

Hace muchos años conocí a Julián, cuando ni él era Julián ni yo era Ana, cuando éramos nicks anónimos.  Él estaba mal, yo estaba regular, los dos nos quejábamos amargamente del tiempo en la meseta, del sol, del calor, de la ausencia de lluvias, de nubes, del secarral, del amarillo que todo lo invade y que te seca la vida. He ido a Asturias a conocerle en persona   , a alojarme en su hotel, a comer la mejor fabada del mundo y a comprobar, una vez más, que internet no me ha traído nada más que cosas buenas y que Julián sigue siendo gruñón pero es un gruñón feliz. 

martes, 16 de abril de 2019

¿Cómo alguien como tú va a tener una depresión?

La mujer que me cuenta que su hermana tampoco puede tener una depresión. Los tres jovencitos, tan jóvenes que casi parecen protagonizar Los Goonies ,que se acercan a preguntarme cómo me curé, la chica que me cuenta la historia de su familia, de su madre, y de cómo ella no puede ayudarla más, no sabe qué hacer. La madre que me dice que ella tampoco podía querer a sus hijos pero que nunca se atrevió a decirlo. El hombre que llora mientras me cuenta  que él se separó de su mujer porque no podía más, porque era él o hundirse con la depresión de ella. Llora lágrimas calmas que le empañan las gafas y que se seca con un pañuelo de tela porque es uno de esos hombres que aún lleva pañuelo.  Lloro con él y trato de consolarlo mientras le dedico Los días iguales que él ha comprado para ella.  La chica que me dice que mañana mismo irá al médico porque no puede más mientras su novio detrás de ella me mira con alivio. 

Lo mejor de las charlas, lo mejor de hablar de mi depresión son las personas que vienen a contarme sus historias. Ojalá pudiera hacer más por todas ellas.  

Mi charla en el Tedx Ciudad Vella de Valencia.