lunes, 1 de abril de 2019

Paseando Valencia

Voy a Valencia con Juan de acompañante, de asistente personal. Como dice mi hermano cuando le llamo a felicitarle: «todos te damos apoyo moral pero Juan te acompaña en representación de todos». Valencia es una ciudad que todo aquel que ha puesto alguna vez el pie en una playa de Levante cree que conoce. Es un pensamiento ridículo, una falsa sensación de conocimiento que yo también tengo y de la que soy consciente cuando esta vez, la cuarta en la ciudad, de verdad la paseo. Muchísimos extranjeros: americanos jóvenes y musicales que en cuanto asoma un rayo de sol de perfil reflejado en uno de los tejados imposibles de Calatrava sacan los tirantes, los pantalones cortos y la chanclas aunque el viento frío, húmedo y cortante se te meta hasta los huesos. Cosas de ser de Minesota, supongo. Hordas de italianos montando en bici con pantalones pesqueros y rusos gigantes a los que solo veo sentados en terrazas, no he visto ninguno en movimiento pero supongo que de alguna manera se trasladarán de bar en bar. Me da miedo preguntar, casi me da miedo imaginar. Hilaturas Amparín. ¿Puede haber más ternura, más nostalgia del siglo pasado en un solo nombre? Me preguntó si la señora que vende lazos, encajes, hilos y mil cosas más con nombres preciosos y casi perdidos será una Amparín, si será un nombre que se heredará desde que el puesto se montó en la plaza redonda de la ciudad hace cien años. «Lo siento hija pero te llamas Amparín» «Pero si no me gusta coser, yo quiero ser artista» «Artista, princesa o dentista pero heredas Hilaturas Amparín».Un joven con barba (¿acaso los hay sin barba?) nos mira desde el escaparate de su ¿chiringuito? ¿cocina? ¿tienda? Sabe que tiene una apuesta ganadora. Ha tenido la idea genial, una tan buena que nos sorprende que no se nos haya ocurrido a nosotros: ponerles palo a los gofres y untarlos de cosas aún más dulces y ricas para convertir el siempre placer culpable de comerse un gofre en un pecado tan gigante que te condene directamente al infierno de los agoreros del azúcar. Husmeando como perros de caza el olor a gofre recién hecho (¿acaso hay un olor mejor? No, ni siquiera los bebés huelen tan bien) llegamos a su puerta. «¿Eso que hay encima del gofre es nocilla? Sí, podemos ponerle lo que queráis» Nos alejamos de ese paraíso tirando el uno del otro, «no huelas, no les mires a los ojos, sigue la luz, sigue la luz». En la plaza de la catedral hay tunos y como Dios los crea y ellos se juntan, justo al lado un guiri con complejo de cronner venido a menos, a mucho menos, masacra Wonderful World mientras el acordeonista que se gana la vida asustando a las parejas en las mesas «¿os toco algo?» y consiguiendo dinero sin tocar... se ve obligado a intentar tocar una melodía para acompañar al masacrador de clásicos. Veo, toco y doy vueltas a un vestido de rayas de colores del que me enamoro. Lo vuelvo a dejar en la percha. «Pruébatelo, date un capricho». «No, con estos vestidos hago lo mismo que con los hombres que me parecen atractivos sin conocerlos. Intento no conocerlos para mantener la ilusión de que seríamos perfectos el uno con el otro. Si me lo pruebo y no me queda bien, será una desilusión, igual que cuando conoces a un tío que te parecía atractivo y descubres que es imbécil o que no encajas con él. Prefiero mantener la ilusión». Valenbisi me parece un nombre casi a la altura de Hiladuras Amparín. Parece ideado por un niño de seis años que acaba de perder los dos paletos y, además, devuelve a la bicicleta al lugar del que nunca debió salir, el paseo feliz en llano. Ir en bici bisi, por el parque del río sin río. En España tenemos pocos ríos y nos empeñamos, además, en esconderlos. Parece avergonzarnos que sean raquíticos y enclenques y por eso los revestimos de puntillas y blondas. «¿Tu río es guapo?» «No, pero es simpático y muy culto y tiene Madrid Río o la ciudad de las artes y las ciencias». La Lonja de Valencia me recuerda al Palacio de Aviñón y le hago a Juan una foto parecidísima a la que le hice allí, en La Provenza, hace cuatro años. «Mira que foto te he hecho para que te la pongas de perfil por si alguna vez te apetece ligar» «Sí, es verdad, salgo estupendo, pero dudo mucho que ese momento llegue». «Mejor para mí, así podrás seguir siendo mi asistente personal»

He ido a Valencia a dar una charla TEDx pero esa es otra historia que debe ser contada en otra ocasión. 


miércoles, 27 de marzo de 2019

Notas desde el 22D

Pixtil textile design studio
Notas desde el 22D. Así se titula la entrada en mi cuaderno que escribo desde el avión. Uso un bolígrafo verde, de la radio televisión canaria porque al ir a sacar mi pluma de émbolo cargada de tinta verde he recordado que nunca hay que meter en la cabina de un avión una pluma de émbolo cargada de tinta verde porque por cositas de física y fluidos la tinta verde no lleva bien lo de volar, le entra pánico y busca escapar por el plumín, consiguiéndolo siempre con gran destreza. Soy Ana de los dedos verdes. La pasajera sentada en el 22E es inglesa y lee en su kindle. Me fascinan sus trenzas. La pasajera sentada en el F dormita. Hace un rato intentó pagar una Coca-Cola zero con una moneda de cien pesetas. No sé que me resulta más chocante: a)el hecho de que lo intentara, b)su sorpresa porque el jovencísimo auxiliar de vuelo identificara la moneda y le dijera «Disculpe, señora, esto son cien pesetas» o c) que todavía circulen monedas de cien pesetas. ¿Habrá un mercado de timadores de cien pesetas? «La banda de los veinte duros» me parece un nombre digno de un tebeo de Mortadelo y Filemón. Sus miembros son gente que lo hace por la excitación, por ese breve momento de triunfo al pensar en que ha conseguido colar moneda falsa, que ya no vale nada. Yo creo que lo haría si supiera que hay un Señor Iberia, una especie de primo del Tío Gilito y Mr. Burns, que cada noche cuenta su dinero mientras se ríe: «Jajaja, otra panda de estúpidos a los que les he colado una lata mini de Coca-Cola por 4 eurazos» y al encontrarse mi moneda de veinte duros tuviera un ictus. Por esa satisfacción sí que lo haría. 

Vuelvo de pasar treinta horas en Las Palmas. Contar los viajes en horas es de espías, de gente con cosas que hacer. Cosas aparte de reuniones, charlas, comidas y cenas viendo barcos casi todo el tiempo. Barcos enormes, gigantescos. No sé nada de barcos ni del mar. Justo antes de ponerme a escribir he leído un artículo en el New Yorker sobre un jovenzuelo holandés, de Delft, que con diecinueve años y mientras buceaba en Grecia tuvo una epifanía y decidió que iba a inventar algo para limpiar el océano de plástico. Con sus charletas, su supuesto carisma de joven genio y una buena campaña de relaciones públicas ha conseguido cientos de millones de dólares para construir un prototipo al que ha llamado Wilson, como el balón de rugby de Tom Hanks en Náufrago, y que por lo visto está funcionando regular, tirando a mal, intentando recoger el plástico que forma una especie de isla flotante en el Pacífico Norte. Los problemas vienen por varios motivos que científicos y oceanógrafos habían advertido al muchacho que podían ocurrir. ¿Por qué un chaval consigue cuatrocientos millones de dólares para un invento que limpia y, sin embargo, ese dinero no lo consigue alguien que quiera poner en marcha una gran campaña de concienciación de uso más inteligente del plástico? Por la misma razón por la que la gente se cabrea y patalea cuando le dicen que van a bajar su maleta a la bodega. Porque no queremos esperar, porque no queremos cambiar nuestros hábitos, que son los más importantes y para los que siempre tenemos justificación, y porque somos egoístas. 

La señora del 22C tiene un color de piel fascinante, no aparece como opción en ninguno de los emojis de whasap. 

Volviendo a los que consiguen dinero para cosas absurdas, me acuerdo del documental de Elizabeth Holmes y su fraude. Mismo patrón: diecinueve años, una ideal genial surgida de la nada de alguien sin formación ni estudios serios que la avalen, que consigue que los listos del mundo le den cientos de millones de dólares. ¿Por qué jóvenes con ideas supuestamente revolucionarias consiguen dinero mientras otros con trayectorias científicas detrás no consiguen un puto duro? Por lo mismo. Porque lo queremos todo ya, y por eso no confiamos en el valor de dedicar dos, cinco o diez años a estudiar y conocer una materia. ¿Tienes una idea genial que se te ocurrió ayer mientras comías tofu o madrugabas para hacer meditación? ¡Bien, eres nuestro triunfador! ¿Has estudiado varios años y solo madrugas cuando no tienes más remedio y además comes azúcar? Lo siento, llama a otra puerta, perdedor. ¿Te pones de pie en cuanto el tren de aterrizaje toca la pista? Bien hecho campeón, es evidente que tienes prisa porque tienes cosas que hacer, porque sabes, porque no tienes tiempo que perder. ¿Te quedas sentado esperando a que la gente salga? Bah, seguro que eres un perdedor o no sabes viajar en avión.  

«Sobre quejas elementales, quejas de orden superior y metaquejas»,se titula el capítulo que el señor del 21C  acaba de empezar a leer y le ha convertido en alguien con una historia interesante. Lastima que aterricemos y los listos con cosas que hacer se hayan puesto de pie para salir rápidamente a vivir esa vida trepidante que fingen tener.  


jueves, 21 de marzo de 2019

Un post lleno de peros

«Señorita, estoy seguro de que está usted ahí porque vale mucho. Seguro que si tiene ese puesto y le han dado esa responsabilidad es porque usted lo merece y no porque la hayan colocado ahí pero...» No doy crédito a las palabras que escucho, no me puedo creer que alguien sea tan imbécil, tan estúpido. No, no es estúpido simplemente le parece que decirme esas palabras es lo correcto y que yo, que estoy discutiendo con él por un tema laboral, le voy a dar la razón porque mi corazón se va a henchir de gratitud  porque él, un desconocido incompetente al otro lado del teléfono, reconoce mi valía. PERO no le funciona. 

«El dolor de los demás es siempre una carga fácil de llevar». No era así. Así suena a Paolo Coelho o a sesión de coaching en sábado por la mañana mientras haces estiramientos con desconocidos y por el rabillo del ojo ves que el tentempié de la mañana es muesli con manzana. No era así, era mejor, era en francés. En bretón para ser más exacto PERO no puedo recordar la frase. La escuché en una película basada en un libro que tengo en casa y que no he leído. Me devano los sesos y desenredo google intentando encontrarla PERO no lo consigo. Si pudiera tener un superpoder normalito, digamos un superpoder a ratitos, pediría poder chasquear los dedos y que en el lugar que estoy escribiendo apareciera el libro que busco y que está en la estantería de mi otra casa, o mi cuaderno de lecturas que está en una caja llena de cuadernos debajo de mi cama. Chasquear los dedos y que aparecieran. Ser una Mary Poppins de mis libros y mis cuadernos. 

Lloro en el cine. Vuelvo a ver a los amigos en su casa de la playa y, otra vez, igual que hace nueve años me identifico con ellos. Ahora son más viejos, como yo, sus hijos son mayores, como las mías, han tenido depresiones, como yo y siguen siendo amigos, como nosotros. Lloro en el cine PERO salgo contenta, sonriendo y con ganas de tomarme un vino. Al llegar a casa vuelvo a la primera peli y la entiendo más y vuelvo a llorar.  

Abro un libro. Leo la contraportada y descubro que el autor murió el mismo día que yo cumplía cuarenta y dos años. Se desplomó de un infarto mientras yo intentaba celebrar, en medio de mi depresión, que seguía viva. PERO sobreviví y ahora ensayo mi charla en pijama, en el coche, caminando por la calle, mientras doy vueltas en la piscina. 

Me enfado con M. Han pasado cuatro días PERO no sé cómo desenfadarme. No sé cómo no tener rencor. Me pregunto si seré siempre así o conseguiré aprender a ser alguien que no rumia los cabreos como un vaquero el tabaco, regodeándose en su sabor amargo y negro, aprovechando cualquier oportunidad para escupirlo. 

Y ¿cuándo se aprende a mandar un mensaje sin arrepentirte al segundo siguiente? ¿Cuándo ya no importa? 

No sé nada de poesía PERO me encanta este poema de Elizabeth Bishop.

Y no tenía nada que decir PERO he escrito un post. 


lunes, 18 de marzo de 2019

Yo quería ser arqueóloga

André Kertész
«¿Mamá, ¿tus amigos han conseguido lo que querían en sus vidas?». 

Una de mis amigas quería ser periodista, lo fue, lo dejó y ahora trabaja con flores. Se destroza las manos, tiene alergia, llega tarde a todas partes y no tiene un minuto de descanso pero está feliz. Otros, por una extraña razón que jamás entenderé, querían ser economistas y lo son. Por la misma extraña razón parece gustarles ser economistas. Otra quiso ser médico, lo fue y lo dejó. Emigró con su marido y tres hijos a Australia con cuarenta y cinco años. Están felices aunque echando de menos España. Otro no quería ser nada, solo quería salir y beber y juerga y ahora es perito tasador de seguros, tiene tres hijos pequeños que corretean entre sus piernas y le trepan por el cuerpo gritando "papi, papi", mientras nosotros le recordamos que él fue un pionero del poliamor. Tiene más canas y le duele la espalda pero sigue llevando las mismas camisas raídas en los cuellos porque son sus favoritas. Otra no sabía que quería ser y fue economista y no le gustó y se fue a Estados Unidos a cumplir el sueño de su vida, componer música para películas. Compone, dirige, baila y toca el saxofón. Ha vuelto y se está buscando la vida. Otro quería hacer algo en la montaña y se hizo ingeniero de montes y descubrió con cuarenta y dos años que lo que quería era ser bombero. Lo ha conseguido y ahora está de cursillo de ser bombero llenándonos el wasap de fotos de su entrenamiento. Nunca le he visto más contento. Otra amiga es enóloga, vive por y para el vino y sus tres hijos pequeños. ¿Qué quería ser cuando teníamos quince años? No recuerdo que la enología fuera una de sus aficiones y tampoco sé si quería tener hijos con la sucesión de novios "para toda la vida" con los que nos encariñábamos. Se casó con otro que llegó por sorpresa.  Otra amiga quería ser diplomática, artista, cantante de ópera y pianista y tener media docena de hijos. Ahora dirige un departamento de recursos humanos, se deja grabar en vídeos corporativos con trenzas y gafas falsas y solo ha podido tener una hija que es igual de fantasiosa que ella porque ella sigue queriendo ser diplomática, artista, cantante y pianista porque es la misma que era cuando nos sentábamos en una tapia a charlar sobre su primer novio. Juan quería jugar al baloncesto y tocar el bajo y es lo que hace, jugar al baloncesto y tocar el bajo en grupos de cuarentones con nostalgia de Nacha Pop. Yo quería ser arqueóloga, vivir en Los Molinos y no tener hijos. Trabajo en televisión, no he conseguido, (por ahora) vivir en Los Molinos y tengo dos hijas que me hacen preguntas locas. Quería no ser como mi madre y en los días buenos lo consigo.  

¿Hemos conseguido lo que queríamos en nuestras vidas? No lo sé. ¿Qué queríamos? ¿Sabíamos lo que queríamos?   No lo sé y tampoco sé reconocer si lo que queríamos con doce, trece, catorce años era un deseo, un sueño loco, un plan maestro o simplemente pensábamos que la vida sería como tenía que ser, como la de nuestros padres. No creo que ninguno hayamos seguido nuestros sueños ni perseguido un ideal. Todos, en algún momento, apostamos por algo con mucha fuerza y lo conseguimos o no, pero también nos hemos encontrado con cosas que ni en nuestras fantasías más locas hubiéramos imaginado. 

Llevo días dándole vueltas a esto y lo que más me preocupa, sin embargo, no es que es lo que hemos hecho con nuestras vidas. Lo que más agradezco, y lo que más miedo me da,  es algo en lo que no pensamos cuando teníamos quince años, algo a lo que no dedicamos ni medio segundo cuando pasábamos la tarde entre botellines, bicis y balones; estamos todos vivos y seguimos juntos. Tenemos muchísima suerte y no sé si nos va a durar mucho más.