miércoles, 27 de marzo de 2019

Notas desde el 22D

Pixtil textile design studio
Notas desde el 22D. Así se titula la entrada en mi cuaderno que escribo desde el avión. Uso un bolígrafo verde, de la radio televisión canaria porque al ir a sacar mi pluma de émbolo cargada de tinta verde he recordado que nunca hay que meter en la cabina de un avión una pluma de émbolo cargada de tinta verde porque por cositas de física y fluidos la tinta verde no lleva bien lo de volar, le entra pánico y busca escapar por el plumín, consiguiéndolo siempre con gran destreza. Soy Ana de los dedos verdes. La pasajera sentada en el 22E es inglesa y lee en su kindle. Me fascinan sus trenzas. La pasajera sentada en el F dormita. Hace un rato intentó pagar una Coca-Cola zero con una moneda de cien pesetas. No sé que me resulta más chocante: a)el hecho de que lo intentara, b)su sorpresa porque el jovencísimo auxiliar de vuelo identificara la moneda y le dijera «Disculpe, señora, esto son cien pesetas» o c) que todavía circulen monedas de cien pesetas. ¿Habrá un mercado de timadores de cien pesetas? «La banda de los veinte duros» me parece un nombre digno de un tebeo de Mortadelo y Filemón. Sus miembros son gente que lo hace por la excitación, por ese breve momento de triunfo al pensar en que ha conseguido colar moneda falsa, que ya no vale nada. Yo creo que lo haría si supiera que hay un Señor Iberia, una especie de primo del Tío Gilito y Mr. Burns, que cada noche cuenta su dinero mientras se ríe: «Jajaja, otra panda de estúpidos a los que les he colado una lata mini de Coca-Cola por 4 eurazos» y al encontrarse mi moneda de veinte duros tuviera un ictus. Por esa satisfacción sí que lo haría. 

Vuelvo de pasar treinta horas en Las Palmas. Contar los viajes en horas es de espías, de gente con cosas que hacer. Cosas aparte de reuniones, charlas, comidas y cenas viendo barcos casi todo el tiempo. Barcos enormes, gigantescos. No sé nada de barcos ni del mar. Justo antes de ponerme a escribir he leído un artículo en el New Yorker sobre un jovenzuelo holandés, de Delft, que con diecinueve años y mientras buceaba en Grecia tuvo una epifanía y decidió que iba a inventar algo para limpiar el océano de plástico. Con sus charletas, su supuesto carisma de joven genio y una buena campaña de relaciones públicas ha conseguido cientos de millones de dólares para construir un prototipo al que ha llamado Wilson, como el balón de rugby de Tom Hanks en Náufrago, y que por lo visto está funcionando regular, tirando a mal, intentando recoger el plástico que forma una especie de isla flotante en el Pacífico Norte. Los problemas vienen por varios motivos que científicos y oceanógrafos habían advertido al muchacho que podían ocurrir. ¿Por qué un chaval consigue cuatrocientos millones de dólares para un invento que limpia y, sin embargo, ese dinero no lo consigue alguien que quiera poner en marcha una gran campaña de concienciación de uso más inteligente del plástico? Por la misma razón por la que la gente se cabrea y patalea cuando le dicen que van a bajar su maleta a la bodega. Porque no queremos esperar, porque no queremos cambiar nuestros hábitos, que son los más importantes y para los que siempre tenemos justificación, y porque somos egoístas. 

La señora del 22C tiene un color de piel fascinante, no aparece como opción en ninguno de los emojis de whasap. 

Volviendo a los que consiguen dinero para cosas absurdas, me acuerdo del documental de Elizabeth Holmes y su fraude. Mismo patrón: diecinueve años, una ideal genial surgida de la nada de alguien sin formación ni estudios serios que la avalen, que consigue que los listos del mundo le den cientos de millones de dólares. ¿Por qué jóvenes con ideas supuestamente revolucionarias consiguen dinero mientras otros con trayectorias científicas detrás no consiguen un puto duro? Por lo mismo. Porque lo queremos todo ya, y por eso no confiamos en el valor de dedicar dos, cinco o diez años a estudiar y conocer una materia. ¿Tienes una idea genial que se te ocurrió ayer mientras comías tofu o madrugabas para hacer meditación? ¡Bien, eres nuestro triunfador! ¿Has estudiado varios años y solo madrugas cuando no tienes más remedio y además comes azúcar? Lo siento, llama a otra puerta, perdedor. ¿Te pones de pie en cuanto el tren de aterrizaje toca la pista? Bien hecho campeón, es evidente que tienes prisa porque tienes cosas que hacer, porque sabes, porque no tienes tiempo que perder. ¿Te quedas sentado esperando a que la gente salga? Bah, seguro que eres un perdedor o no sabes viajar en avión.  

«Sobre quejas elementales, quejas de orden superior y metaquejas»,se titula el capítulo que el señor del 21C  acaba de empezar a leer y le ha convertido en alguien con una historia interesante. Lastima que aterricemos y los listos con cosas que hacer se hayan puesto de pie para salir rápidamente a vivir esa vida trepidante que fingen tener.  


jueves, 21 de marzo de 2019

Un post lleno de peros

«Señorita, estoy seguro de que está usted ahí porque vale mucho. Seguro que si tiene ese puesto y le han dado esa responsabilidad es porque usted lo merece y no porque la hayan colocado ahí pero...» No doy crédito a las palabras que escucho, no me puedo creer que alguien sea tan imbécil, tan estúpido. No, no es estúpido simplemente le parece que decirme esas palabras es lo correcto y que yo, que estoy discutiendo con él por un tema laboral, le voy a dar la razón porque mi corazón se va a henchir de gratitud  porque él, un desconocido incompetente al otro lado del teléfono, reconoce mi valía. PERO no le funciona. 

«El dolor de los demás es siempre una carga fácil de llevar». No era así. Así suena a Paolo Coelho o a sesión de coaching en sábado por la mañana mientras haces estiramientos con desconocidos y por el rabillo del ojo ves que el tentempié de la mañana es muesli con manzana. No era así, era mejor, era en francés. En bretón para ser más exacto PERO no puedo recordar la frase. La escuché en una película basada en un libro que tengo en casa y que no he leído. Me devano los sesos y desenredo google intentando encontrarla PERO no lo consigo. Si pudiera tener un superpoder normalito, digamos un superpoder a ratitos, pediría poder chasquear los dedos y que en el lugar que estoy escribiendo apareciera el libro que busco y que está en la estantería de mi otra casa, o mi cuaderno de lecturas que está en una caja llena de cuadernos debajo de mi cama. Chasquear los dedos y que aparecieran. Ser una Mary Poppins de mis libros y mis cuadernos. 

Lloro en el cine. Vuelvo a ver a los amigos en su casa de la playa y, otra vez, igual que hace nueve años me identifico con ellos. Ahora son más viejos, como yo, sus hijos son mayores, como las mías, han tenido depresiones, como yo y siguen siendo amigos, como nosotros. Lloro en el cine PERO salgo contenta, sonriendo y con ganas de tomarme un vino. Al llegar a casa vuelvo a la primera peli y la entiendo más y vuelvo a llorar.  

Abro un libro. Leo la contraportada y descubro que el autor murió el mismo día que yo cumplía cuarenta y dos años. Se desplomó de un infarto mientras yo intentaba celebrar, en medio de mi depresión, que seguía viva. PERO sobreviví y ahora ensayo mi charla en pijama, en el coche, caminando por la calle, mientras doy vueltas en la piscina. 

Me enfado con M. Han pasado cuatro días PERO no sé cómo desenfadarme. No sé cómo no tener rencor. Me pregunto si seré siempre así o conseguiré aprender a ser alguien que no rumia los cabreos como un vaquero el tabaco, regodeándose en su sabor amargo y negro, aprovechando cualquier oportunidad para escupirlo. 

Y ¿cuándo se aprende a mandar un mensaje sin arrepentirte al segundo siguiente? ¿Cuándo ya no importa? 

No sé nada de poesía PERO me encanta este poema de Elizabeth Bishop.

Y no tenía nada que decir PERO he escrito un post. 


lunes, 18 de marzo de 2019

Yo quería ser arqueóloga

André Kertész
«¿Mamá, ¿tus amigos han conseguido lo que querían en sus vidas?». 

Una de mis amigas quería ser periodista, lo fue, lo dejó y ahora trabaja con flores. Se destroza las manos, tiene alergia, llega tarde a todas partes y no tiene un minuto de descanso pero está feliz. Otros, por una extraña razón que jamás entenderé, querían ser economistas y lo son. Por la misma extraña razón parece gustarles ser economistas. Otra quiso ser médico, lo fue y lo dejó. Emigró con su marido y tres hijos a Australia con cuarenta y cinco años. Están felices aunque echando de menos España. Otro no quería ser nada, solo quería salir y beber y juerga y ahora es perito tasador de seguros, tiene tres hijos pequeños que corretean entre sus piernas y le trepan por el cuerpo gritando "papi, papi", mientras nosotros le recordamos que él fue un pionero del poliamor. Tiene más canas y le duele la espalda pero sigue llevando las mismas camisas raídas en los cuellos porque son sus favoritas. Otra no sabía que quería ser y fue economista y no le gustó y se fue a Estados Unidos a cumplir el sueño de su vida, componer música para películas. Compone, dirige, baila y toca el saxofón. Ha vuelto y se está buscando la vida. Otro quería hacer algo en la montaña y se hizo ingeniero de montes y descubrió con cuarenta y dos años que lo que quería era ser bombero. Lo ha conseguido y ahora está de cursillo de ser bombero llenándonos el wasap de fotos de su entrenamiento. Nunca le he visto más contento. Otra amiga es enóloga, vive por y para el vino y sus tres hijos pequeños. ¿Qué quería ser cuando teníamos quince años? No recuerdo que la enología fuera una de sus aficiones y tampoco sé si quería tener hijos con la sucesión de novios "para toda la vida" con los que nos encariñábamos. Se casó con otro que llegó por sorpresa.  Otra amiga quería ser diplomática, artista, cantante de ópera y pianista y tener media docena de hijos. Ahora dirige un departamento de recursos humanos, se deja grabar en vídeos corporativos con trenzas y gafas falsas y solo ha podido tener una hija que es igual de fantasiosa que ella porque ella sigue queriendo ser diplomática, artista, cantante y pianista porque es la misma que era cuando nos sentábamos en una tapia a charlar sobre su primer novio. Juan quería jugar al baloncesto y tocar el bajo y es lo que hace, jugar al baloncesto y tocar el bajo en grupos de cuarentones con nostalgia de Nacha Pop. Yo quería ser arqueóloga, vivir en Los Molinos y no tener hijos. Trabajo en televisión, no he conseguido, (por ahora) vivir en Los Molinos y tengo dos hijas que me hacen preguntas locas. Quería no ser como mi madre y en los días buenos lo consigo.  

¿Hemos conseguido lo que queríamos en nuestras vidas? No lo sé. ¿Qué queríamos? ¿Sabíamos lo que queríamos?   No lo sé y tampoco sé reconocer si lo que queríamos con doce, trece, catorce años era un deseo, un sueño loco, un plan maestro o simplemente pensábamos que la vida sería como tenía que ser, como la de nuestros padres. No creo que ninguno hayamos seguido nuestros sueños ni perseguido un ideal. Todos, en algún momento, apostamos por algo con mucha fuerza y lo conseguimos o no, pero también nos hemos encontrado con cosas que ni en nuestras fantasías más locas hubiéramos imaginado. 

Llevo días dándole vueltas a esto y lo que más me preocupa, sin embargo, no es que es lo que hemos hecho con nuestras vidas. Lo que más agradezco, y lo que más miedo me da,  es algo en lo que no pensamos cuando teníamos quince años, algo a lo que no dedicamos ni medio segundo cuando pasábamos la tarde entre botellines, bicis y balones; estamos todos vivos y seguimos juntos. Tenemos muchísima suerte y no sé si nos va a durar mucho más.  


jueves, 14 de marzo de 2019

La niña sin nombre

Rosa siempre deja la bolsa en el mismo sitio, le gusta  mirarse en el espejo. Le gusta muchísimo. Se seca cada centímetro de su piel tan minuciosamente que, a veces, me quedo mirándola solo para añadir otra parte de mi cuerpo a la lista de partes de mi cuerpo que jamás me he secado: el espacio entre los dedos de las manos, detrás de las orejas, los pliegues de las axilas, los meñiques de los pies. Ni siquiera sé cómo se llaman los meñiques de los pies, ¿dedos pequeños? Después de secarse, se unta crema como si ella fuera un pastel y se estuviera recubriendo de cobertura azucarada. Una vez más no deja ni un solo resquicio sin cubrir. Y durante todo el proceso de secado y untado se mira al espejo. Me admira esa templanza, esa seguridad en sí misma, esa cantidad de tiempo para perder en el vestuario de la piscina a las nueve de la mañana. Nunca llego a tiempo de comprobar si en el proceso de desvestirse es igual de meticulosa, si se gusta igual según se va descubriendo. María llega casi al mismo tiempo que yo, usa gorro rosa, y ha sido la única que me ha preguntado porqué había estado tanto tiempo sin aparecer por allí. «Pensamos que te habías cambiado de turno»  Herminia está disgustada porque sus nietos ya no pasan tanto tiempo con ella. Su hijo Javi, el padre de los niños, por fin se ha organizado tras el divorcio y cada vez pasa más ratos con ellos así que ella está a la vez liberada e incómoda. No sabe cómo sentirse. «Ahora me sobra tiempo en las tardes». Rosa le comenta que hay que ver que responsable es Javi, que da gusto tratar con él. Mientras me pongo los calcetines descubro que Javi tiene un taller mecánico y que goza de la confianza de la Guardia Civil que llevan allí sus coches a reparar porque es «muy buen chaval». El ex suegro de Javi es Guardia Civil y así fue como él entró en tratos con el cuerpo. «Se siguen llevando bien». El padre de Javi se ha jubilado pero está un poco celoso de su hijo porque cuando va a visitar el taller, su taller, «le mandan a hacer recados». Al marido de Rosa, que ya está en bragas, sujetador, y botas contemplándose en el espejo, no le gusta nada, nada le emociona ni le interesa. «En todos los años que llevo con él, nunca le he visto feliz con nada». Maribel llega tarde, corriendo, ha tenido que llevar a su marido al Eroski y había atasco a la entrada del polígono «estaba haciendo pereza y al ver el atasco casi no vengo». Hacer pereza, me encanta la expresión por lo que tiene de incongruente.  Angustias y Feli comentan la clase de pintura, a Angustias no le gusta el profesor nuevo «No sé, no me gusta el tono, el enfoque, no sé si aguantaré aunque como lo he pagado. Pero me gustaba más Nazaré». Antonia pelea con el gorro «me aprieta tanto que me va a romper las cuatro ideas que me quedan». Todas se ríen. Me pongo los zapatos, cojo el abrigo, cierro la taquilla, me echo un vistazo en el espejo mientras paso por detrás de Rosa. «Adiós, niña. Que tengas buen día».

Soy la niña sin nombre.