lunes, 1 de octubre de 2018

Lecturas encadenadas. Septiembre. La gloria...

 Invasion of readers  de Yuko Shimizu
En septiembre he tocado el cielo de la lectura y me he hundido en el infierno del que creo que va a ser, sin duda, el peor libro del año. La gloria y el barro. 

Empecemos por la gloria. Un año y nueve meses llevaban Los detectives salvajes de Roberto Bolaño esperando en mi estantería. Es un libro que me trajeron los Reyes de mi hermano G en enero de 2017. Confieso que me daba miedo y pereza, a pesar de no haberme metido nunca a leer ninguno de los artículos que le dedican percibía en los titulares, en los comentarios en tuiter, en frases leídas en diagonal un tufillo entre sus admiradores a secta, a malditismo, a ese rollo tan «no es para todo el mundo pero si consigues entrar en su mundo, alucinarás» ¿Qué pasaba si me ponía con ello y me parecía un bodrio? ¿o no lo entendía? ¿o Bolaño no me dejaba entrar en su mundo y me convertía en una paria para esa secta?  

En la segunda página de Los detectives salvajes el miedo se había esfumado y Bolaño me recibió en su mundo con alfombra roja. Leía y pensaba ¿dónde está la dificultad?  Hay un millón de artículos sesudos sobre este libro que yo no voy ni a intentar remedar. Los detectives salvajes para mí es una historia de una de esas amistades que marcan un momento de tu vida como un fogonazo, se apagan y sin embargo su olor impregna toda tu vida. Arturo Belano y Ulises Lima son dos jovenzuelos intensos, en búsqueda de algo que no saben muy bien qué es hasta que se topan con la historia de una poeta fantasma y se lanzan en su búsqueda. La poeta fantasma es lo que Hitchcock llamaba el Macguffin, planea sobre el argumento pero, en realidad, no importa nada. Para mí, el verdadero tema de Los detectives salvajes es la historia de la amistad juvenil, de esas relaciones que se establecen con veinte años basadas en el miedo a la vida, en la incomprensión de lo que ser adulto significa, en la propia desconfianza hacia uno mismo. Los vínculos que se crean cuando no sabes quién eres, ni a dónde vas, ni qué quieres, cuando no encuentras tu sitio y ni siquiera sabes si tienes uno. Los detectives salvajes buscan algo que ni siquiera saben quien es y su historia es la de los rastros que esa búsqueda dejan en sus vidas y en las de todos los que les rozan. ¿Cómo se siente Los detectives salvajes? Como una colmena. Pasas de una celda a otra, y en cada una de ellas su habitante te cuenta su porción de la historia, los instantes que compartieron con uno de ellos y con los dos. Tras esa historia, abres otra puerta y pasas a otra celda en la que otro nuevo personaje te cuenta otra porción de la historia. A veces, vuelves a una celda y la historia de ese personaje continua. Todas están intercomunicadas porque a través de sus finas paredes el influjo de Belano y Lima se expande y sus habitantes que creen, cada uno desde su perspectiva, que ellos fueron los que de verdad los conocieron, los que vieron su verdadera cara. 

Los detectives salvajes es también un libro de viajes, de viajes en el tiempo y en el espacio. Avanzas y retrocedes, saltas de un país a otro, de una trabajo a otro, de una ciudad a otra, de la ciudad al desierto, del mar a la montaña, de una novia a otra, de un encuentro a otro. Y en el ultimo momento Bolaño, después de haberse estado deteniendo en los detalles de cada celda de la colmena (antes de que el lector supiera que es un celda) hace zoom, toma distancia... y te deja ver la colmena y es entonces cuando todo encaja. 

Bolaño consigue, además, lo que todos los grandes, hacer fácil lo imposible. Construye mil celdas, con mil puntos de vista, creando mil personajes, todos distintos, todos con una vida completa, una vida a la que llegas a la mitad pero cuyo valor en lo que ese personaje es, entiendes perfectamente. Para cada uno, Bolaño tiene una voz. Ninguna suena impostada, inventada, ficticia, todas son reales.

«Era bastante sincero pero de esa sinceridad que tú no sabes si sentirte ofendida o halagada.»

Mi prologuista, Juan Tallón, al que odiaré eternamente por haberme dicho: «No tienes pinta de que te guste Bolaño, eres demasiado mayor», tiene un artículo muy interesante que leí al terminar Los detectives salvajes y en el que me enteré de que Arturo Belano es Bolaño. Esto explica muchas cosas, entre ellas, la sensación que había experimentado al leer la novela, la extraña fascinación que todos los personajes sienten hacia Belano, un personaje inquietante, misterioso a su manera (odio el misterio) que parece atraer sin proponérselo a todo el mundo y dejar para siempre su huella en todo aquel que le conoce. Bolaño se saca favorecido en Belano, supongo.  

«Hay una literatura para cuando estás aburrido. Abunda. Hay una literatura par cuando estás calmado. Esta es la mejor literatura, creo yo. También hay una literatura para cuando estás triste. Y hay una literatura para cuando estás ávido de conocimiento. Y hay una literatura para cuando estás desesperado.»

Recomiendo infinito leer a Bolaño. No tengáis miedo, no es para listos ni para iniciados ni para intensos. Es una experiencia increíble. Me dais envidia los que no lo habéis leído. 

Me niego a mezclar a Bolaño así que para el despelleje... stay tuned.


miércoles, 26 de septiembre de 2018

Al teléfono con las madres o intentándolo

Lo prometido es deuda y como bloguera vuestra que soy un post os debo y ese post os lo voy a dar. Hablemos de mi madre y su uso del móvil.  Ya adelanté que ella utiliza el móvil de manera incomprensible, errática y desesperante. A veces creo que lo usa para torturarme a distancia. 

Para empezar mi madre y su móvil tienen una relación a distancia, fría. Su frase más utilizada para referirse a él es: «llamadme que no sé dónde lo tengo». Llamas y las posibilidades son infinitas:

«El móvil al que llama está apagado o sin cobertura» 
Lo tiene en silencio porque «mira, de verdad, yo no sé que le pasa a esto porque yo no lo he puesto así».
Da señal, suena un tono de llamada y ella dice muy seria «ese no es el mío, no es mi tono» «Sí es, mamá, es la Cabalgata de las Valquirias, lo elegiste tú» «¿Eso que suena es la Cabalgata de las Valquirias? tengo que ponerlo más alto» Por supuesto a estas alturas el sonido ha cesado y, entretenidas en la discusión, no hemos localizado el móvil. «Llámame otra vez» «El móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura» 
«Uy, ya está, lo estoy notando vibrar en el bolsillo».

Dada la naturaleza distante de la relación entre ambos, mi madre y su móvil, llevan vidas separadas que hacen imposible localizarla cuando la llamas. Las posibilidades son, también, infinitas: 

El clásico «El móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura». Imagino el móvil, tranquilamente tumbado en una mesa con vistas al jardín, escuchando los pajaritos o viendo llover diciendo «esto es vida, no doy ni golpe».
Escuchas dos mil trescientos tonos de llamada porque «a mí quitadme lo del buzón porque luego no sé escuchar los mensajes» mientras imaginas como la Cabalgata de las Valquirias suena en el vacío. 
Un desconocido coge el teléfono. «Hola Ana, tu madre no está... se ha dejado el móvil aquí» siendo «aquí» cualquier sitio. 

Si, por casualidad, mi madre y su móvil están pasando un ratito juntos, la respuesta más común es «Luego te llamo que me están llamando al fijo». Obviamente hay alguien más espabilado que yo o ese alguien se me ha adelantado agotando previamente la vía de llamar al móvil. 

Con todo, lo peor de mi madre y su uso del móvil es cuando ella llama. Si se le ocurre decirte algo, si un pensamiento, el que sea, cruza su mente y su mente y ella deciden que es el momento de comunicártelo da igual todo lo demás. Mi madre y su móvil se funden en una misión común y atacan. 

Me suena el móvil en un momento en el que no puedo cogerlo. (Puedo estar en cualquier sitio: en el dentista, el médico, el fisio, en medio de una reunión, conduciendo, haciendo pis....) Cuelgo. Vuelve a llamar. Cuelgo. Vuelve a llamar. Cuelgo. Vuelve a llamar, hasta que por enésima vez vuelvo a caer en la trampa de pensar que «pasará algo»

Dime.
¿Dónde estás? 
Son las doce de la mañana un martes,  en Acapulco tomando un mojito. 
Muy graciosa. ¿Dónde estás?
Trabajando, mamá. Trabajando y bastante ocupada por eso te he colgado. ¿Es urgente?
Sí.
Dime, ¿qué pasa?
Tú tienes Amazon Prime, ¿no?
Sí.- nunca lo veo venir suficientemente deprisa. 
Pues es que estoy aquí sentada en el salón y el sofá que usan tus sobrinos está muy gastado (el sofá tiene sesenta años, pero ese es otro tema) y he mirado en Amazon y hay unas fundas ideales. Quiero que me pidas una beige, no blanca ni marfil, beige. 
Te cuelgo. 
Bueno hija... no te pongas así. No pasa nada, tampoco te lleva tanto rato. 


Este esquema de llamada se repite cada dos o tres días y contiene siempre los mismos elementos «¿Dónde estás?» porque por lo visto mi madre cree que mi trabajo es una tapadera y en realidad me paso el día en sitios terriblemente emocionantes y «No te pongas así» siendo «así» cualquier respuesta por mi parte que no sea «Sí señora». 

Entre todos los momentos de comunicación imposible con mi madre está el momento en el que salta la alarma de su casa y yo recibo la llamada. Aclaro que ella me ha puesto de persona de contacto SIN COMUNICÁRMELO.

Suena mi teléfono. Lo cojo. 
¿Sí?
¿Es usted Ana?
Si.
Le llamo porque ha saltado la alarma de la vivienda tal y es usted la persona de contacto. 
¿Perdón?
¿Me dice la palabra clave?
¿Qué palabra clave? ¡Qué alarma?
¿Conoce a Dña. Fulanita de tal? 
Vagamente...  
Pues es que ha saltado su alarma, usted es el contacto y 
Pero ¿le ha pasado algo?
Eso no se lo puedo decir. 

Me acojono. 

La llamo al fijo. Nada.
La llamo al móvil: tres mil quinientos tonos de llamada. Imagino la cabalgata sonando en el vacío. 
Llamo a una de sus amigas. «Hola Ana, sí tu madre está aquí, no, el móvil se lo ha dejado en una tienda. Luego vamos a buscarlo. Dice que qué pasa».  

Casi olvido mencionar las trescientas veinticinco mil llamadas que mi madre me hace «sin querer» tras haber hablado conmigo porque «hija, mi móvil está tonto y rellama sin que yo haga nada». Que a lo mejor estoy siendo injusta y mi madre tiene criterio y el que va por libre es su móvil... A lo mejor.  


domingo, 23 de septiembre de 2018

Ryan Gosling y demasiadas cosas

Look through any window, Ralph Fleck
Está mal que yo lo diga pero elegí muy bien el nombre del blog.  Esto se podía haber llamado de mil maneras distintas: El caballo negro, como mi primer diario, o Cuaderno de notas porque, total, ¡qué más daba si nadie iba a leerme! Pero no, en un raro rapto de inspiración se me ocurrió Cosas que (me) pasan, y aparte de ser bastante resultón, me ha salvado la vida muchas veces. Cuando no sé qué escribir, cuando no se me ocurre nada, siempre pienso ¿qué cosas (me) pasan? Y ya está.  

Estoy tan bloqueada de inspiración que hoy, domingo por la tarde, me he puesto a trabajar, a adelantar tareas de mi curro. ¿Son urgentes? Bueno, más o menos. ¿Alguien me presiona para adelantarlas? No. ¿Por qué lo hago? Porque si estoy trabajando no estoy pensando en qué no sé me ocurre nada. He mandado veinte mails concertando citas para el martes en San Sebastián porque mañana me voy, otra vez, para allá. La semana pasada en el aeropuerto me crucé con Danny de Vito y ruego a Dios, al karma o a quién sea que a quién me encuentre mañana o pasado sea a Ryan Gosling que acaba de llegar allí (llevando, por cierto, una cazadora roja de cuero bastante sexy). Eso sí que sería una COSA para contar. «Pues mirad, chavales, ayer estaba cenando en un restaurante en Donosti y, de repente, en la mesa de al lado estaba Ryan que resultó ser encantador y que, además, se quiso hacer esta foto conmigo en la que los dos salimos estupendos» Por favor, esto podría contarlo en la residencia de ancianos en la que mis hijas me visitarán el primer domingo de cada mes y ser la «loca de Gosling» o en los cruceros de solteros de Royal Caribbean y dejar a mi público con intriga sobre mi intimidad con Ryan. Creo que incluso me haría youtuber para poder contarlo BIEN, moviendo las manos y todo eso.  

Me pasa que no se me ocurre nada para escribir porque ando como pollo sin cabeza. Duermo dos días en una cama, la noche siguiente en un hotel, las dos siguientes en mi guarida, otra en Madrid, dos de hotel. Estoy rozando el nomadismo. Vivo pegada a una maleta y eso implica estar recontando mentalmente la ropa interior que tengo limpia y su adecuación a la ropa que pienso llevar y la gente que voy a ver. Además tengo más trabajo, trabajo de ese de tres mierdecitas aquí, cuatro cosas allí, tres mil quinientas veintitrés reuniones y ciento veinte mil correos electrónicos con tantas variables que al final me siento como si fuera uno de esos chinos con palos que sujetan platos. Con lo fácil que sería decir «dejad que me encargue yo, obedeced mis órdenes y todo será más sencillo». Pero no se dejan. Lástima.  He terminado de leer Los detectives salvajes de Roberto Bolaño y cuando lees algo tan bueno, tan estupendo y te dedicas a escribir en tus ratos libres piensas «Y yo, ¿por qué no lo dejo? No debería ni tocar esas palabras con mis sucias manos». 

Ed Sheeran también ocupa mi cabeza y esto sí que me revienta. Me perturba mucho este tío porque es la prueba más palpable de que mis hijas y yo somos de dos generaciones tan lejanas como dos galaxias. ¿Cómo puede gustarles este tío? ¿Qué le ven? Yo, Springsteen. Ellas, Sheeran. Un abismo intergeneracional nos separa. Y lo peor es que este tipo con el mismo atractivo que una toalla de playa descolorida ocupa mi mente porque tengo que conseguir entradas para su concierto. Como no se me ocurre nada, me consuelo pensando en que si consigo entradas y acabo sentada en una grada viendo a mis hijas en plan fans de los Beatles gritando como locas, tendré otra cosa interesante sobre la que escribir. No sería ni de lejos tan interesante como la cosa con Ryan pero seguro que sería capaz de escribir algo divertido. 

San Sebastian, la ciudad más bonita del mundo. Hacer la maleta. Ha llegado el otoño. Ir al fisio. Meter el diazepan en el neceser. Los tacones, que no se me olviden los tacones. Apuntar las citas en el cuaderno. Coger el libro. Sacar fotocopias del DNI de las niñas. Ver el último capítulo de Better call Saul. Pedir cita en el traumatólogo. Pedir cita en el osteópata. Conseguir cazón. Hablar con el pintor. Escribir una charla. Mirar el tiempo en Cracovia en diciembre. Dejar de escribir este post para sacar la tarjeta de embarque del vuelo de mañana, descubrir que no tengo el localizador, saber que me voy a pasar la noche dando vueltas pensando en que no podré coger el avión. 

Me consuelo pensando que, a lo mejor, no se me ocurre nada porque (me) pasan demasiadas cosas.  


lunes, 17 de septiembre de 2018

Los «se me ha ido de las manos»

Wim_Wenders reluctant. Unknown photographer 1971 © Wim Wenders
El sábado hice un «se me ha ido de las manos». Salí de casa a la una para tomar un aperitivo rápido y llegué a casa a las dos de la mañana. Los «se me fue de las manos» son algo muy de adultos, de gente madura, de cuarentones con niños mayores, dinero y dueños de su tiempo. Los «se me ha ido de las manos» no se pueden predecir ni anticipar y, en mi experiencia, cuanto más crees que los tienes controlados más se desbocan. 

Los «se me ha ido de las manos» son divertidos, excitantes, amenos y consiguen, como ninguna otra cosa, que el tiempo pase volando. Ninguna hora, ningún minuto, ningún segundo se esfuma tan rápido como en un «se me ha ido de las manos». Es la una de la tarde, tienes un botellín en la mano, un plan para volver a casa pronto y estás con un grupo de amigos más o menos controlado. Al momento siguiente son las nueve de la noche, tienes un botellín en la mano (pero otro distinto) y estás comiendo ensaladilla rusa en un jardín. No te explicas como el tiempo ha pasado tan rápido y qué ha pasado con tus planes. 

Un «se me ha ido de las manos» se termina cuando él quiere. Puede que durante su ejecución, en algún momento, tú digas «en un rato me voy a casa» o «en cuanto acabe el concierto, me marcho» pero es imposible. Tú no tienes ni voz ni voto. Un «se me ha ido de las manos» se genera cuando quiere y se destruye cuando le apetece, como un huracán. Lo máximo que puedes hacer y, que yo hice, es en el breve espacio de tiempo de calma que te deja, (el ojo del «se me ha ido de las manos») irte a casa y ponerte unos vaqueros y coger un jersey. Nada más, si por un momento crees que podrás darle esquinazo y quedarte en el sofá, el «se me ha ido de las manos» entra como un tornado y te absorbe otra vez en su espiral de risas y diversión. 

Cuando el «se me ha ido de las manos» se extingue, te vas a casa. Todo el cansancio del día cae sobre ti y no ves el momento de acostarte. Ha merecido la pena, ha estado muy bien pero ya no tienes edad. Por eso los «se me ha ido de las manos» son escasos y contados. Como he dicho antes son para cuarentones y claro, es físicamente imposible aguantar varios «se me ha ido de las manos» seguidos sin entrar en coma catatónico. 

Después de la tormenta llega la calma pero después de un «se me ha ido de las manos» lo que te arrasa, al día siguiente, es un «me quiero morir» combinado con un «nunca más» y unas gotitas de «pero qué bien me lo pasé». Un «me quiero morir» no es resaca, ni siquiera se parece. Con una resaca de juventud provocada por un «voy a salir a quemar la noche» al día siguiente tus sentidos estaban tan afilados que todo te molestaba: demasiado ruido, demasiada luz, demasiados sabores que no podías tolerar. Con cuarenta y pico, tus sentidos pasan de estar alerta, se echan a descansar y tras un «se me ha ido de las manos» lo que te pasa es que te vas a gris, vives el día en medio de un ruido blanco, te sientes como el hamster de Bolt, vas en una burbuja: no ves bien, todo está borroso, no puedes leer, te parece que te estás quedando sordo,  todo tienen que repetírtelo, la tostada te sabe igual que los garbanzos de la sopa y se te van olvidando las cosas. Con treinta años y de resaca, a media tarde te tomabas un Big Mac, con cuarenta y cinco y un «me muero» te tomas una tónica con mucho hielo y piensas «por favor, mañana es lunes, necesito que esto se me pase».

Breaking news: de un «se me ha ido de las manos» no te recuperas en un día.