jueves, 11 de enero de 2018

La Nada adolescente

«Paso a paso, irresistible y silenciosa, la Nada iba penetrando por todas partes, a través de los altos muros negros que rodeaban la ciudad». (La historia interminable, de Michel Ende)

Cuando mis hijas eran pequeñas, sus cenas eran una auténtica tortura para mí, una prueba de supervivencia cada noche. Perdí años de vida y me salieron canas batallando con ellas para que comieran algo. Cuando ya no podía más, a la desesperada, se me ocurrió leerles mientras cenaban y, contra todo pronóstico, funcionó. Les leía historias, libros gordos de más de cuatrocientas páginas y me miraban ensimismadas engullendo la cena tranquilamente. El primero que les leí fue La Historia Interminable. Les encantó y de una noche para otra recordaban perfectamente cada escena, cada personaje, toda la trama. Era magia. 

En aquella historia aparecía un enemigo invisible, algo cuyo peligro no era ser algo sino precisamente lo contrario, no ser nada. Era la Nada. Ellas y yo imaginábamos la Nada como una sustancia gris, una nube, un charco de lodo, una sombra que tapaba la realidad, que cubría poco a poco el reino de Fantasía. Llevo días pensando que la Nada es, en realidad, la adolescencia y sus embates son olas que llegan a la orilla de mi casa, a mi puerta barriendo con su fuerza cualquier entusiasmo, interés o curiosidad que mis hijas tuvieran de niñas. No sé que ha pasado, no sé como luchar contra ello. 

—¿Queréis hacer algo?
—No, nada.
—¿Qué tal en el colegio?
—Bien, nada especial.
—¿Queréis que hablemos de algo?
—No, de nada. 
—¿Alguna novedad?
—Nada. 
—¿Te apetece leer algo?
—Puff, qué rollo.
—¿Ver una peli?
—Qué aburrimiento. 

¿Qué ha pasado con todas sus inquietudes? Todo les aburre, todo les da igual, todo les es indiferente. Languidecer horas y horas parece su mejor plan vital. Una ola les quita las ganas de viajar, otra ola les quita las ganas de leer, la siguiente hace que dejen de tener interés por actividades extra escolares que ellas mismas eligieron.  Por supuesto de vez en cuando algo parece encender una pequeña chispa de alegría, de curiosidad, de interés. Me aferro a esos momentos aunque sean cosas que no entiendo, que no me gustan, que me interesan cero. Trato de avivarlos, como una maníaca me pongo a soplar esa mínima ascua de color, de alegría, de "algo" para que prenda, para que se convierta en una llamarada pero, la mayoría de las veces, se consume rápidamente y volvemos a la gélida nada adolescente, a esa languidez fría y resbalosa que me exaspera y me entristece. Me entristece porque me doy ternurita a mí misma, me acuerdo de mi yo de hace cuatro, cinco, ocho años, llena de vitalidad y energía que llevaba a sus hijas a museos, teatros, representaciones, bibliotecas, talleres, a ese yo que les leía cuentos, les descubría pelis y las llevaba de turismo contándoles historias. Mi yo de aquel entonces pensaba que todo aquello dejaba un poso, construía un sedimento que serviría para que siempre fueran curiosas, tuvieran interés, fueran inquietas mentalmente, quisieran aprender. Ja. Qué mona era y qué inocente. Todas esas horas han sido barridas por la tempestad de la Nada que asola mi casa. Quiero pensar que debajo de todo el agua, de las olas, esos cimientos están aguantando y que resistirán, y en algún momento en el futuro, cuando la Nada adolescente pase, resurgirán erosionados, quizá quebrados pero que aguantarán. 
«—No- dijo con voz profunda y retumbante.- Quiere decir que debes hacer tu Verdadera Voluntad. Y no hay nada más difícil.
—¿Mi verdadera voluntad?- repitió Bastian impresionado ¿Qué es eso?
— Es tu secreto más profundo, que no conoces.
— ¿Cómo puedo descubrirlo entonces?
—Siguiendo el camino de los deseos, de uno a otro, hasta llegar al último. Ese camino te conducirá a tu Verdadera Voluntad.
—No me parece muy difícil- opinó Bastian.
—Es el más peligroso de todos los caminos- dijo el león.
—¿Por qué? - preguntó Bastián.- Yo no tengo miedo.
—No se trata de eso -retumbó Graógraman- Ese camino exige la mayor autenticidad y atención, porque en ningún otro es tan fácil perderse para siempre»  (La historia interminable, de Michel Ende)

Y así paso los días, esperando a que mis hijas sepan qué quieren, qué les gusta, qué les interesa. Esperando a que no les de miedo interesarse por algo por el qué dirán o que lo que quieren no dependa de la moda o de lo que le dicen sus amigos. Esperando que se atrevan a mirar más allá de su adolescencia. En el fondo sé que es cuestión de tiempo, a todos nos voltearon las olas de la Nada adolescente, todos fuimos lánguidos e hicimos de la apatía un leiv motiv y casi todos conseguimos salir y llegar a la playa. Lo que me preocupa es el casi, ¿y si ellas no lo consiguen? ¿y si se convierten en unas adultas insípidas y aburridas? ¿Y si crecen y no me gustan? 

Ten hijos, te dicen.

«Así, pues, lo peor de ser padre es mi sino: ser adulto. No hablo el lenguaje adecuado; no me enfrento a los mismos temores y contingencias y oportunidades perdidas; mi sino es saber demasiadas cosas y sin embargo tener que estar parado, como un farol con la luz encendida, esperando que mi hijo vea el resplandor y se decida a acercarse al calor y la luz que le ofrece calladamente». El día de la independencia de R. Ford.


lunes, 8 de enero de 2018

Despelleje en negro: los Globos de oro

Voy a ser sincera, a mí que todas las actrices decidieran vestir de negro en la gala de los Globos de Oro me parece regular. Más que regular completamente intrascendente, superfluo y, sobre todo, fácil. ¿Es reivindicativo ir con un vestido de alta costura negro en vez de llevarlo azul apolo (como mi coche) o verde madrina de boda? Pues no lo sé, yo no lo veo. Puestos a ser reivindicativos, lo que de verdad hubiera sido rompedor hubiera sido ir vestidas de un color que diera fatal en pantalla, algo que chirriara, que llamara muchísimo la atención. Si alguien no sabe de qué va la historia del Time´s up y el  #metoo, se pone a ver la gala y es muy posible que ni se de cuenta de que todas van de negro. 

Así como tengo dudas sobre el supuesto valor reinvindicativo del negro, no tengo ninguna sobre el plus de elegancia que el total black ha dado a la gala. Jamás podré agradecer bastante al comité reinvindicador que me haya librado, por primera vez en la historia de este blog, de ver trajes color carne y color visillo sucio de piso en alquiler en idealista. God bless you total black.  El descanso de mis ojos, sin embargo, trae como consecuencia un empobrecimiento en el nivel de despelleje porque, al fin y al cabo, todo es negro. ¿O no?

Tenemos el negro profundo a lo bruja del mar y el negro adornado. El negro recatado con su camisita y su canesú y el negro porque yo lo valgo.  El ojalá fuera negro y no este traje rojo absurdamente construído. El negro las sandalias de fiesta son dos números más grandes y el negro cuatro por cuatro, dieciséis.  


Tenemos también el negro ¡Aleluya, por fin Emma Stone ha conseguido vestirse de un color que no sea el de su piel!  y el negro "ayssss, no". El negro cariátide y el negro perifollo. El negro bañador de lycra mala del Decathlon AKA "si te mojas con eso y palmeas pareces una foca monje" y el negro "Asley Jud, hija mía, qué te has hecho". 

Por supuesto no podía falta el negro "todo MAL"  pero REQUETEMAL y el negro "te has echado quince años encima o vas disfrazada de Joane Crawford". El negro "dame una A, dame una N, dame una G...ANGELINA y muevo mis pompones"  y el negro disfraz de esqueleto. 

El negro "lo quiero todo, el retal entero, los metros que sean, todos" y el negro "soy Susan Sarandon, what else?  El negro ¿cómo es posible que vayamos las dos hechas unos trapos si se suponía que esto era fácil? dame la mano a ver si así se nos ve menos.  Y el negro diosa. 

El negro premio jaboneras y el negro "Soy Michell Pfeiffer y ya está". El negro "NO, no y no, esmoquin con brocados NO" y el negro "Dios mío que resaca tengo, si esto es una alfombra roja a lo mejor soy Jude Law o no, o ¡yo qué se!" 


El negro me has dejado sin palabras y el negro "hacerse un Pedroche". El negro Giuliana, cómo es posible que después de diez años siga sin saber quién eres y lo que es más increíble como sigues viva cuando es obvio que no has comido nada en estos diez años. Envidio tu metabolismo. No podía faltar el negro sosaina ni el negro de institutriz de película del oeste.

El negro casi sí pero no y el negro me recuerdas a unas cosas que mi abuela colgaba en los pomos de las puertas de sus armarios y que nunca entendí qué sentido tenían, como tu vestido.  


Hay que reconocer que todo esto con telas de lunares o de color amarillo limón hubiera sido muchísimo más divertido. A ver si para los Oscars se les ocurre.


domingo, 7 de enero de 2018

Romance de invierno

Soho. Joseph Holmes
«El romanticismo del invierno es posible solo cuando tenemos un interior cálido y seguro en el que refugiarnos, y el invierno se convierte en una época tanto para mirar como para vivir». (Adam Gopnick)


Cuando yo era una niña y mis padres eran treintañeros los inviernos eran fríos y en Los Molinos vivíamos con mis abuelos. La Rosaleda era un caserón de principios de siglo con grandes muros de piedra que lo mantenían siempre fresco en verano y que en invierno lo mantenía a una temperatura que lo hacía perfectamente apto como base de entrenamiento para una expedición polar. Ropa abrigada, jerseys gordos de los que picaban, pantalones de pana, encender radiadores más por fe que por efectividad, las sábanas heladas, los calientacamas, el vaho sobre la mesa de la cocina cenando al llegar los viernes. Ir a Los Molinos en invierno requería mucha logística y, sobre todo, curtía. A la sierra se iba a respirar aire puro, a huir de Madrid y a pasar frío. 

Cuando yo seguía siendo pequeña pero mis padres ya eran cuarentones compraron nuestra casa, La Creu. Una casa con paredes de ladrillo blanco, tejados de pizarra y grandes ventanales para aprovechar la luz y el calor del sol. A pesar de todo eso, a Los Molinos seguíamos yendo a curtirnos. Aterrizábamos allí los viernes, encendíamos los radiadores eléctricos que tenían el maravilloso superpoder de quemar sin calentar y nos apiñábamos en los sofás esperando que el cariño fraternal (y los pedos) nos hicieran entrar en calor. Camisetas thermolactil de las que hacían pelotillas, botas forradas, plumíferos de dos colores, seguíamos teniendo que disfrazarnos para aguantar el crudo invierno. La única mejora con respecto a La Rosaleda consistía en un sistema de ventilador que se instaló en la chimenea y que en teoría llevaba el calor del fuego al piso de arriba. Yo creo que era más fe que otra cosa pero para cuando el domingo tocaba volver a Madrid nos parecía que habíamos empezado a sentir de nuevo los dedos de los pies. 

Cuando yo ya era mayor y mis padres frisaban los cincuenta, a nuestras vidas llegó "la reforma". Entramos en ella como curtidos pobladores del invierno y salimos de ella sintiendo que el frío, las narices rojas y los pies congelados era algo que les pasaba a otros, en otra época, en otros lugares, en otro tiempo. Una caldera maravillosa, un programador, radiadores que desprendían calor con generosidad y abundancia, ventanas que cerraban herméticamente, doble cristal. Por la puerta principal y con grandes fanfarrias el confort entró en nuestras vidas y por las ventanas salieron las camisetas térmicas, las sábanas de franela, las dos mantas en cada cama, el pijama manta con pies, los jerseys gordos. Se nos olvidó el frío, olvidamos que estábamos en la sierra, a mil metros de altura y nos creímos a salvo, protegidos. ¡Qué digo protegidos! Hasta nos pavoneábamos y hacíamos alardes: dormir desnudos, caminar descalzos, camisetas de manga corta, finos edredones sintéticos, duchas tan calientes que salías de ella esperando que alguien te preguntara ¿has estado alguna vez en un baño turco? Dejamos de curtirnos, nos volvimos flojos, débiles, comodones. Olvidamos el invierno. 

"Si no recordáramos el invierno en primavera, no sería tan hermoso ... faltaría la mitad de la gracia de la vida. Estaríamos viviendo sin altos ni bajos, como si tocáramos  un piano sin teclas negras". (Adam Gopnick)

El año pasado hubo que cambiar la caldera. Le rendimos los honores correspondientes y tras un cónclave en el que la protección medioambiental, el ahorro y las nuevas tecnologías tuvieron mucha presencia, los sabios decidieron instalar una caldera de pellets: ecológica, funcional, económica y supercalifragilisticuespialidosa. La nueva caldera ha llegado a nuestras vidas para espabilarnos, para hacernos reaccionar, para dejarnos claro que la vida no es para los flojos y para hacer que nuestras narices vuelvan a gotear. Es nuestro Sargento de Hierro, calienta pero sin alardes, nos obliga a estar alerta, a percatarnos del frío, a hacer algo para calentarnos, no nos da tregua. 

De los altillos, de los rincones de los armarios, de las cajas más remotas han salido las camisetas interiores, los pijamas mantas de unicornio, de la patrulla canina, las batas forradas como si fuéramos princesas de reinas helados, las camisas de franela, el doble calcetín, los jerseys gordos, los gorros de lana, las mantas en el sofá. Las noches se iluminan ahora con las chispas de electricidad estática que las recuperadas sábanas de franela producen al chocar con nuestros pies enfundados en calcetines gordos. Apilar leña, atizar el fuego, limpiar la caldera y acabar como Bert, el deshollinador de Mary Poppins. Hasta hemos recuperado el sistema del ventilador de la chimenea que hace que toda mi ropa huela a leña y a fuego cuando vuelvo a Madrid. 

Nos habíamos acomodado y eso casi acaba con el romance invernal. Con la nueva caldera hemos recuperado el invierno y la sensación de frío. Volvemos a valorar el calor, lo que cuesta conseguirlo y mantenerlo. Hemos vuelto a vivir el invierno como si no lo conociéramos, como si fuera desconocido, lo estamos redescubriéndo y volviendo a enamorarnos de él. También hemos vuelto a ducharnos en días alternos o incluso cada tres días pero el amor es así y no ducharse curte mucho.

«En las profundidades del invierno finalmente aprendí que en mi interior habitaba un verano invencible». (Albert Camus)


miércoles, 3 de enero de 2018

Una cabalgata de camiones de basura

Los niños aplauden hasta al camión de los barrenderos que cierra las cabalgatas».

Yo adoraba el camión de la basura. Cuando era pequeña me despertaba todas y cada una de las noches para ver pasar el camión por debajo de mi ventana. Me acostaba, me dormía y con el runrun del camión me despertaba, me acodaba en el cabecero de mi litera, movía las cortinas y llegaba a tiempo de ver el giro del camión, el salto de los basureros al suelo y el lanzamiento de las bolsas a esa boca traga todo que las engullía. Por aquel entonces el reciclaje era ciencia ficción, ¡qué digo yo! hasta los contenedores con ruedas eran algo del futuro. Los cubos de basura eran redondos, negros, con tapa que se ajustaba con unos enganches y con el número del portal escrito con pintura blanca. La calle llena de cubos alineados delante de cada portal. El nuestro era el diecisete. Intento recordar si había más de uno por portal y creo que no. Quizás el reciclaje abulta o quizás tirábamos menos cosas. 

Asistía perpleja cada noche a la coreografía de los basureros, siempre la misma. Saltar, abrir, acarrear bolsas y otro salto para encaramarse al camión. ¿Hay algo más maravilloso que pasar la noche paseando por la ciudad en un camión agarrado a un asa y disfrutando del aire en la cara? Probablemente hay un millón de cosas más maravillosas pero en mi infancia no se me ocurría ninguna más mágica y al mismo tiempo más accesible. Y aquello pasaba todas las noches bajo mi ventana. 

Tras el diecisiete, llegaba el diecinueve y aguantaba hasta el veintiuno que ya solo vislumbraba por la esquina de la ventana de mi cuarto. Después, dejaba caer la cortina, me arrebujaba en la cama y escuchaba el camión alejarse. En aquella época tampoco pitaba al girar, era como un rumor sordo que se iba alejando tal y como había llegado. Se despedía al girar la calle.  Me dormía pensando cómo sería ir en ese camión aunque fuera solo una vez ver la ciudad de noche y descubrir que era lo que la gente no quería. Repetía aquella rutina, noche tras noche, aunque estuviera profundamente dormida me despertaba para mirar el camión pasar. Me encantaba. 

En algún momento abandoné aquella rutina y ahora ya no me asomo a la ventana, entre otras cosas porque da a un patio de vecinos por el que  no pasa el camión de la basura, pero si una noche cualquiera, al volver a casa en coche, al girar una esquina me encuentro con el camión de la basura no me encabrono como el noventa por ciento de la gente ni empiezo a pensar en como escapar.  No me importa, me gusta verlo, me vuelvo a sentir como cuando me acodaba en mi litera. Paro el coche, me relajo y observo a los basureros y su coreografía. Los basureros ya no abren cubos, arrastran los contenedores y los enganchan a la boda devoradora. Ya no acarrean las bolsas ni las lanzan con estilo pero siguen saltando del camión al suelo y del suelo al camión como los apaches en las películas del oeste. Y, en el fondo, me sigue pareciendo maravilloso. Y mágico. 

Ojalá todos nos quedáramos hasta el final de la cabalgata cuando llega ese camión con sus apaches y su boca devoradora.