miércoles, 6 de septiembre de 2017

Lecturas encadenadas. Agosto

I´m not here de Quentin Monge
6 de septiembre y agosto ya me parece otra vida. Agosto fue un mes eterno en el que hice tantas cosas que ya casi no las recuerdo o, mejor dicho, las recuerdo como si las hubiera vivido otra persona. Lo mismo me pasa con los libros que devoré durante esos treinta y un días, me parecen increíblemente lejanos.

Todavía en Lanzarote de vacaciones y como no creo en el concepto lectura de verano empecé a leer Continente Salvaje. Europa después de la Segunda Guerra Mundial de Keit Lowe. Este ensayo estaba en mi lista de lecturas desde hace años y tenía muchas ganas de ponerme con él. Como las expectativas las carga el diablo, el ensayo de Lowe fue una decepción. Es un libro aburridisimo porque Lowe se repite muchísimo. Además, y esto puede que sea un problema exclusivamente mío, casi todo lo que cuenta Lowe ya lo había leído mejor escrito en Tierras de Sangre de Timothy Snyder y Europa en ruinas de Hans Magnus Enzensberger.  En Continente Salvaje lo que más me ha interesado es la historia de Grecia tras la guerra y el conflicto civil que tuvieron después, la historia de Rumanía y las luchas partisanas en los países bálticos para tratar de evitar el dominio soviético.

La reflexión que me llevo de este libro es, una vez más, que somos unos ingenuos, unos estúpidos cuando nos creemos a salvo de una destrucción total de nuestras vidas tal y como las conocemos. Desconocemos la historia y nos montamos películas de buenos contra malos que pierden porque son derrotados, cuando la realidad es que lo que ocurrió tras la II Guerra Mundial fue terrible y todo aquello lo hicieron gente como nosotros, gente normal. Matanzas, expulsiones, separaciones, crueldades extremas cometidas en tiempos de paz, terminada la guerra. Nos creemos mejores, más civilizados y no lo somos. Vivimos en una burbuja y somos incapaces de imaginar que toda la seguridad que damos por supuesta es frágil como una poma de jabón. Lowe lo explica muy bien en la introducción:

«Imaginemos un mundo sin instrucciones. Es un mundo en el que las fronteras entre países parecen haberse disuelto, dejando un único paisaje infinito por donde la gente viaje buscando comunidades que ya no existen. Ya no hay gobiernos, ni a nivel nacional ni tan siquiera local. No hay escuelas, ni universidades, ni bibliotecas, ni archivos, ni acceso a ningún tipo de información. No hay cines ni teatros, ni desde luego televisión. (...) No hay trenes, ni vehículos a motor, ni teléfonos ni telegramas,  ni oficina de correos,  ni comunicación de ningún tipo excepto la que se transmite a través del boca a boca. La ley y el orden prácticamente no existen, porque no hay fuerzas policiales, ni justicia. En algunas zonas ya no parece haber un claro sentido de lo que está bien y lo que está mal (...) Mujeres de las clases y edades se prostituyen a cambio de comida y protección. No hay vergüenza ni moralidad. Sólo supervivencia».

Y eran gente como nosotros. Como nosotros.

La piedra de moler de Margaret Drabble es una adquisición de la Feria del Libro.  Publicada en 1965 está ambientada en esa misma época, los años sesenta, en Londres. Cuenta la historia de Rosamund,  una joven estudiante de humanidades, embarcada en una tesis sobre los sonetos isabelinos, que se queda embarazada sin planearlo y cómo transcurre su vida a partir de entonces. Lo mejor de esta novela y más en esta época de exaltación absurda de la maternidad y de extremismos sobre la sabiduría que, supuestamente, proporciona tener hijos, es que no hay en ella ni el más mínimo atisbo de mística maternal. La protagonista se enfrenta a su maternidad sin dramatismos ni exaltaciones, organiza su vida enfrentándose a los pequeños detalles en los que ni siquiera piensas cuando tienes hijos y que son, al final, los que marcan de verdad la diferencia. Rosamund representa, para mi, la normalidad absoluta de la maternidad, es un libro que coloca el hecho de tener hijos en su lugar. Iba a decir que lo baja del altar en el que nuestra sociedad lo ha colocado pero no es eso, el libro es de 1965 y por eso resulta aún más chocante. Increíblemente hemos ido para atrás, veníamos de una realidad maternal tangible y cotidiana y lo que hemos hecho ha sido aupar la maternidad a un altar a medio camino entre la secta y el mundo de los unicornios.

Hay una honestidad brutal y sin artificios en toda la novela al hablar sobre la maternidad.

«Allí estábamos todas revueltas, y me sorprendió no sentir nada en común con ninguna de aquellas mujeres; me sorprendió que me resultara tan desagradable su visión y sentirme allí una extraña, una forastera, y, sin embargo, era una de ellas, yo también era así, por primera vez en mi vida estaba atrapada en un límite humano, e iba a tener que aprender a vivir dentro de él».

Muy recomendable, además, para conocer Londres en los sesenta, antes de que fuera tomado por los millonarios rusos.

De camino a San Vicente de La Barquera paré en Valladolid a comer y allí compré Pyongyang de Guy Delisle . Lo leí del tirón, una mañana, mientras esperaba que mis adolescentes despertaran de su sueño eterno y me encantó. Delisle viaja a Pyongyang a trabajar como director de escenas en un proyecto de animación y, a pesar de vivir en una burbuja para extranjeros, se las apaña para hacer un retrato de la sociedad, el ambiente y la vida de los coreanos. Todo es tan surrealista que no dudas de su verosimilitud: el culto extremo al líder, la obediencia extrema, la escasez de bienes de primera necesidad frente a la existencia de proyectos megalómanos sin ningún sentido, el terror de los coreanos, la sumisión absoluta. Delisle lo cuenta con humor y sin miedo porque, obviamente, sabe que podrá salir de allí. Leed este comic.

¿Dónde vamos a bailar esta noche?, de Javier Aznar.  Este libro llegó a mis manos enviado por el autor y con una preciosa dedicatoria. Javier, conocido en la red como El guardián entre el centeno, escribe columnas desde hace años en ELLE y otras publicaciones.  Este libro recopila parte de sus columnas y otros pequeños relatos, anécdotas e historietas. Javier escribe como si fuera un caballero inglés de esa edad indefinida que tienen siempre los caballeros ingleses y que se mantiene estable durante toda su vida, pero es increíblemente joven. De hecho, me sorprendió comprender que está muy por debajo de mi famoso límite Mrs. Robinson.

Aznar es un cruce entre Carrie Bradshaw de Sexo en Nueva York, Logan de Las chicas Gilmore, un personaje de Downtown Abbey, Paul de Love y Aziz de Master of None.  Escribe con nostalgia de señor mayor sobre cosas que pasaron hace diez años porque hace veinte era un niño.  Sus relatos son como una canción de Rafa Pons: amoríos, amigos, borracheras, gente curiosa, nostalgia, meteduras de pata. Es tierno, es divertido y compartimos muchos referentes culturales pero leyéndole no puedo evitar sentir cierta ternurita y ganas de decirle «Te espero en el futuro», no en plan «Te lo dije» sino en plan «Quiero ver qué harás cuando la nostalgia tenga 30 años de altura».

«Las mejores fiestas acaban en la cocina» es el título de uno de sus relatos, pero yo sé que las mejores fiestas son en la cocina, directamente.

No quiero dejar de señalar la preciosísima edición que Círculo de Tiza ha hecho de este libro con una de las mejores portadas que he visto en años y que está diseñada por  Rodrigo Sánchez. Lo pasé muy bien leyéndolo y, además, descubrí una cita de Pedro G. Cuartango que  me inspiró un post.

«Me gusta retornar a los sitios que forman parte de mi historia. Pero ello siempre me produce frustración porque nunca están como yo me los imaginaba en mi memoria. Todo fluye, todo cambia menos nosotros, que somos arrastrados por el paso de un tiempo que nos destruye. Esa conciencia de la fugacidad hace más precioso cada instante porque en él se condensa toda la eternidad». 


Lo mejor que he leído este mes, lo que os recomiendo que compréis a golpe de clic según terminéis este post es un comic, un tebeo. El malvado zorro feroz,de Benjamin Renner.  A este libro llegué de una manera muy rara. En unas jornadas de trabajo, me llevaron al cine a ver una película sorpresa y lo que proyectaron a una audiencia de cuarenta adultos cautivos fue la película que se estrenará este año y que está basada en este comic. Nos quedamos todos enamorados del malvado zorro feroz y de los demás personajes. El tebeo recoge solo una de las historias que aparecen en la película, la mejor de ellas y es una delicia absoluta. El zorro protagonista es la quinta esencia del perdedor, una especie de Coyote pero con menos recursos y mucho más tierno. En su afán por conseguir ser verdaderamente feroz se embarca en una historia que le sale rana y con la que no dejas de sonreír en ninguno momento. Renner es gracioso, tierno, inteligente, ingenioso y sus dibujos reflejan todo eso con un par de trazos de una manera increíble. El abatimiento del zorro, la ferocidad del Lobo, las gallinas autoritarias, el perro guardián pasota, la ternura e inocencia de los polluelos. No paro de recomendarlo y me ha encantado escuchar las risas de toda mi familia cuando lo han ido leyendo uno por uno. 

Leed el comic y así tendréis aún más ganas de ir a ver la película cuando la estrenen. 

Sobre la escritura, de Virginia Woolf  fue un regalo. Es un libro de Alba Editorial en que Federico Sabatini recoge de las miles de cartas que Virginia escribió en su vida, los fragmentos que de alguna manera se relacionan con la escritura, tanto con el acto en sí, como con sus implicaciones mentales y sentimentales.  Virginia escribe con criterio, con dudas, harta, satisfecha, acepta encargos, los rechaza, otorga halagos o reparte críticas, es lo que tienen las cartas que nunca se pensaron para publicarse y, por eso, suelen ser una manera fabulosa e indiscreta de asomarse a la vida de alguien. He doblado muchísimas esquinas y, supongo, se acerca el momento en el que debería empezar a leer a Virginia. 

«El único consejo que alguien puede dar a otro sobre la lectura es no hacer caso de los consejos, seguir los propios instintos, usar la propia razón, llegar a las propias conclusiones. Si estamos de acuerdo en esto, me puedo tomar la libertad de proponer algunas ideas y sugerencias, ya que éstas no van a reprimir la independencia, que es la cualidad más importante que debe poseer un lector. Después de todo, ¿qué leyes pueden mandar sobre los libros?»

«Lo que quiero decir es que la vida hay que transformarla, afrontarla, repudiarla y luego volver a aceptarla en sus nuevos términos y con pasión. Y más allá, y más allá, hasta que llegas a los cuarenta años, cuando el único problema es aferrarse a ella cada vez con más fuerza, tan deprisa que parece escaparse , y tan infinitamente deseable es». 

Como no solo de buenas lecturas vive el hombre, el mes terminó con un libro espantoso. El puñal, de Jorge Fernández Díaz. No tengo ni idea de cómo llegó este libro a mi estantería pero allí estaba y me engañó. Mire los lomos de todos los libros que tengo pendientes y ese dijo ¡Yo, yo, es mi turno! Como andaba entretenida haciendo maletas para mi viaje a Normandia, le hice caso. Nunca leo las fajas de los libros porque me parecen una tomadura de pelo pero he descubierto que no leerlas puede ser un riesgo, cuando llegué a la página noventa y cerré el libro indignada... mis ojos descubrieron en la faja un elogioso texto de Arturo Pérez Reverte. ¿Cómo había podido ignorarlo? Si el libro ya me estaba pareciendo una basura, la recomendación de Reverte no hizo más que afianzar mi opinión y para cuando llegué, por fin, al final y descubrí un elogioso texto de Jorge Fernández Diaz, sobre Reverte, llamándolo maestro, amigo, y relatando una imagen, completamente innecesaria, del académico leyendo en una bañera, mi ira llegó al infinito. 

¿Qué tenemos en esta novela? Pues tenemos a un "Milhombres" que resulta ser el típico tío duro que está hecho un mazas, sabe de armas, acojona a todo aquel que necesita ser acojonado, protege al que merece ser protegido, no siente nada por nadie porque blablablablabla y al que el autor intenta dotar de un mínimo de conocimiento intelectual porque lee mucha historia y ve documentales en History Channel. Trabaja para una especie de agencia secreta y alternativa en Argentina y  se ve involucrado en una operación que ni se entiende ni importa un pimiento, nada ni nadie es lo que parece y él actúa de guardaespaldas de ¡tachán! una abogada española que resulta ser una mujer fatal.  Él es un tipo duro, ella es superfatal y superlista pero, por supuesto, acaban enrollados aunque, como son modernos y duros, primero follan como bestias sin implicaciones sentimentales. El típico rollo de "esto es solo cama". El lector, o sea yo, se fuma un cigarrito mientras espera que todo vaya por donde tiene que ir. Sorpresón, se enganchan sentimentalmente, ella se pira, "espérame", la operación estalla por los aires, él se pasa ochenta páginas haciendo de James Bond y cuando, por fin, se reencuentran ella "ha engordado" y ya no es tan fatal y claro "la magia se ha esfumado". 

Para que os fiéis de Pérez Reverte. 

Y con este desahogo y recomendando que corráis a comprar El malvado zorro feroz hasta los encadenados de septiembre. 



lunes, 4 de septiembre de 2017

Una guerra de jóvenes


19 años. 17 años. 20 años. 22 años. 24 años. Camino entre las tumbas del cementerio británico con el corazón encogido. Recorro con la vista todas las lápidas que quedan a mi alcance intentando encontrar alguna ocupada por alguien mayor que yo. No encuentro ni una. De las ciento de ellas que reviso sólo hay una con un soldado que tuviera más de cuarenta años. Era capitán y tenía 41. Camino más deprisa, no tenía previsto más que echar un vistazo pero me quedo enganchada a las edades y recorro las hileras de lápidas buscando. Encuentro tres con 38 años. Todos los demás eran increíblemente jóvenes, muchos podían ser hijos míos. Escribo y pienso "eran" pero en realidad son increíblemente jóvenes. Yo era joven, ahora no lo soy. Cuando mueres con 19 años eres joven para siempre. 

Parada entre aquellas tumbas, bajo el sol normando me doy cuenta de que tras muchos años estudiando la II Guerra Mundial, tras miles de páginas leídas sobre el tema y horas interminables de documentales visionados,  no lo había pensando bien. Mejor dicho, no lo había sentido bien, ni siquiera lo había pensado. Ves las fotos del desembarco, los vídeos, lees las cartas de esos soldados horas antes de embarcar, horas antes de morir y piensas en ellos como señores, hombres qué sabían qué hacían, que tenían una vida que lamentablemente les había llevado a participar en una guerra. Viendo sus tumbas me di cuenta de que no fue así, no eran hombres con vidas vividas, eran hombres que tenían toda la vida por estrenar. Hombres cuyas vidas empezaba con una guerra y que terminó en esas playas, en muchos casos, nada más poner un pie en ellas. 18 años, 21, 23,  27.   

No he conseguido quitarme esa sensación en todo el viaje. He visto sus uniformes, los equipos con los que cargaban, los cigarrillos que fumaban, su jabón de afeitar, las raciones del rancho, el manual para entablar conversación en francés, los condones, las botas, los paracaídas, las fotografías sonriendo a cámara abrazados como compañeros,  las armas, los cascos, los amuletos, las chapas de identificación, las condecoraciones. He leído sus cartas, la mayoría de ellas a sus madres, a sus padres, a sus hermanos porque eran tan jóvenes que ni siquiera tenían novia. Se me saltaban las lágrimas frente a las vitrinas de los museos y leyendo sus historias, las de los que murieron y las de los que sobrevivieron. 

Una carta de un soldado aterrorizado escrita a lápiz en un papel con restos de humedad no te deja crearte una guerra de película y unas fechas en una lápida no te dejan imaginarte una guerra que te convenga, una guerra cómoda. Para eso sirven los museos y los objetos, por eso hay que ir a los lugares, porque la realidad te golpea en la cara y te obliga a salir del lugar confortable en el que los libros y las películas te han acomodado. 


jueves, 24 de agosto de 2017

Y vuelvo a tener doce años

Empujamos la puerta y entramos. Todo está igual que hace treinta años. El local ha conseguido resistir al tsunami de decoración de interiores que lo ha vuelto todo blanco y apto para una casa en La Provenza y gracias a ese aguante frente a la moda, ha dejado de ser un local como todos, y se ha convertido en algo auténtico. No pone coffe shop, ni gastrobar, ni cool coffe, el rótulo dice Gran Cafetería, porque hace treinta años las cafeterías molaban. Sillas de madera con brazos y tapicería de cuero oscuro, voluminosas mesas bajas.  Pesados e inamovibles taburetes redondos fijados al suelo, delimitando el espacio de cada solitario en la barra,  y grandes carteles con tipografías que estuvieron de moda en los 70 en las que se lee EMPUJAD y TIRAD. El imperativo, esa reliquia. 

Cruzamos la misma puerta, justo en la esquina, dejando atrás el calor inhumano de agosto. Nada más entrar vuelvo a tener doce años y camino rápidamente por el pasillo entre la barra y las mesas pegadas a la cristalera que da a la calle Sagasta. Los camareros, con camisa y chaleco, me miran curiosos desde la barra, ellos saben que al final hay un comedor, yo no lo sé, porque ahora mismo soy una niña y busco el fondo del local dónde me han dicho que hay un teléfono porque tengo que hacer una llamada. Tengo que hacer una cosa de mayores, una cosa que sólo ocurre en las películas y que hace que me tiemblen las piernas y que me sienta absurdamente mayor, como si hubiera crecido veinte centímetros. 

Llego a la esquina del local y miro al fondo, pero el teléfono ya no está. La cabina no ha resistido a la modernidad tecnológica. Nos sentamos y pedimos el desayuno: café con leche y tostada con mantequilla y mermelada.  Todo es "como antes", taza de loza blanca pesada y rotunda y la tostada es de verdad una rebanada gorda de dos dedos de grosor perfectamente pasada por la plancha. Huele a cafetería, huele como mis meriendas con mi abuela en la Cafetería Colón con siete años que me parecían el colmo de la sofisticación. 

Unto la tostada y miro a la plaza, a la fuente en el que se incrustó nuestro coche cuando una furgoneta se saltó el semáforo de Sagasta. Nos embistió por la derecha y nos metió en la fuente. Recuerdo vagamente el golpe, el choque de mi cabeza contra la ventanilla trasera izquierda y el «Papá, ¿qué ha pasado?» 

¿Estáis bien?
Sí pero tú tienes sangre en las manos. 
No es nada. 

Miro por el ventanal y me veo treinta años antes, saliendo del coche, cruzando la calle con mis hermanos de la mano mientras la gente nos miraba. «¿Estás bien, bonita?»  

Sí, pero tengo que llamar por teléfono. 

Doy un sorbo al café y miro hacia la puerta por la que he entrado hace cinco minutos y me veo, me veo caminando con mis hermanos de la mano y preguntando muy seria por el teléfono. «Señor, ¿donde está el teléfono? Mi padre me ha dicho que tengo que llamar a mi madre a decirle que todos estamos  bien».

La cabina estaba al fondo, metí las monedas y llamé a casa. «Mamá, hemos tenido un accidente pero me ha dicho papá que te llame a decirte que estamos todos bien. No, él no puede ponerse porque está fuera, en el coche, con la policía». 

Me muero de nostalgia acordándome de aquello. Y, una vez más, como todas las veces que he pasado por delante de esta cafetería, sin entrar, durante estos treinta años, me asombra que mi madre no muriera de un infarto o asesinara a mi padre por haberme mandado a darle ese susto de muerte.  

¿En qué estás pensando?
¿Quieres que te cuente una historia que me pasó en esta cafetería hace treinta años?


martes, 22 de agosto de 2017

Cosas que he perdido, pierdo o puedo perder

Las ganas. La orientación. Un guante. La capacidad de saltar sin miedo a que me crujan las rodillas. La paciencia. El gusto por el whisky. La líbido. La salud. La paciencia, la paciencia, la paciencia. La ilusión por la Navidad. Las ganas de charlar contigo. La emoción de la novedad. La talla 36. El ánimo. El interés. La cabeza. Los papeles. La vista. Peso. La capacidad para asombrarme. El entusiasmo. Un calcetín. Otro calcetín de otro par. Las tapas de los tupers. La capacidad para dormir ocho horas seguidas. La alegría. El contacto. Una dirección. El DNI y la tarjeta de embarque justo antes de pasar el control. Y otra vez al embarcar. El miedo. La fe en el periodismo. El complejo de grandes tetas.  La idea idiota de que todo el mundo es bueno. La confianza. La arrogancia o parte de ella, no toda. Amistades. La empatía. El criterio. El sueño. La vergüenza. El apetito. La calma. La memoria. La vida. 

No es lo mismo perder algo que olvidar dónde se ha dejado. Se pierde un guante, un calcetín. Se olvida un paraguas. El olvido tiene solución, se recorre hacia atrás el camino trazado y se puede encontrar el punto exacto en el que los caminos se separaron. La pérdida es, en principio, irresoluble, solo una casualidad o un milagro la resuelven y por eso emociona, algunas veces, encontrar aquello que hemos perdido, aunque sea un calcetín o el DNI justo antes de coger un avión. Otras veces la pérdida es un triunfo, algo que ganas. 

Hoy he perdido la capacidad para escribir con sentido.