jueves, 24 de agosto de 2017

Y vuelvo a tener doce años

Empujamos la puerta y entramos. Todo está igual que hace treinta años. El local ha conseguido resistir al tsunami de decoración de interiores que lo ha vuelto todo blanco y apto para una casa en La Provenza y gracias a ese aguante frente a la moda, ha dejado de ser un local como todos, y se ha convertido en algo auténtico. No pone coffe shop, ni gastrobar, ni cool coffe, el rótulo dice Gran Cafetería, porque hace treinta años las cafeterías molaban. Sillas de madera con brazos y tapicería de cuero oscuro, voluminosas mesas bajas.  Pesados e inamovibles taburetes redondos fijados al suelo, delimitando el espacio de cada solitario en la barra,  y grandes carteles con tipografías que estuvieron de moda en los 70 en las que se lee EMPUJAD y TIRAD. El imperativo, esa reliquia. 

Cruzamos la misma puerta, justo en la esquina, dejando atrás el calor inhumano de agosto. Nada más entrar vuelvo a tener doce años y camino rápidamente por el pasillo entre la barra y las mesas pegadas a la cristalera que da a la calle Sagasta. Los camareros, con camisa y chaleco, me miran curiosos desde la barra, ellos saben que al final hay un comedor, yo no lo sé, porque ahora mismo soy una niña y busco el fondo del local dónde me han dicho que hay un teléfono porque tengo que hacer una llamada. Tengo que hacer una cosa de mayores, una cosa que sólo ocurre en las películas y que hace que me tiemblen las piernas y que me sienta absurdamente mayor, como si hubiera crecido veinte centímetros. 

Llego a la esquina del local y miro al fondo, pero el teléfono ya no está. La cabina no ha resistido a la modernidad tecnológica. Nos sentamos y pedimos el desayuno: café con leche y tostada con mantequilla y mermelada.  Todo es "como antes", taza de loza blanca pesada y rotunda y la tostada es de verdad una rebanada gorda de dos dedos de grosor perfectamente pasada por la plancha. Huele a cafetería, huele como mis meriendas con mi abuela en la Cafetería Colón con siete años que me parecían el colmo de la sofisticación. 

Unto la tostada y miro a la plaza, a la fuente en el que se incrustó nuestro coche cuando una furgoneta se saltó el semáforo de Sagasta. Nos embistió por la derecha y nos metió en la fuente. Recuerdo vagamente el golpe, el choque de mi cabeza contra la ventanilla trasera izquierda y el «Papá, ¿qué ha pasado?» 

¿Estáis bien?
Sí pero tú tienes sangre en las manos. 
No es nada. 

Miro por el ventanal y me veo treinta años antes, saliendo del coche, cruzando la calle con mis hermanos de la mano mientras la gente nos miraba. «¿Estás bien, bonita?»  

Sí, pero tengo que llamar por teléfono. 

Doy un sorbo al café y miro hacia la puerta por la que he entrado hace cinco minutos y me veo, me veo caminando con mis hermanos de la mano y preguntando muy seria por el teléfono. «Señor, ¿donde está el teléfono? Mi padre me ha dicho que tengo que llamar a mi madre a decirle que todos estamos  bien».

La cabina estaba al fondo, metí las monedas y llamé a casa. «Mamá, hemos tenido un accidente pero me ha dicho papá que te llame a decirte que estamos todos bien. No, él no puede ponerse porque está fuera, en el coche, con la policía». 

Me muero de nostalgia acordándome de aquello. Y, una vez más, como todas las veces que he pasado por delante de esta cafetería, sin entrar, durante estos treinta años, me asombra que mi madre no muriera de un infarto o asesinara a mi padre por haberme mandado a darle ese susto de muerte.  

¿En qué estás pensando?
¿Quieres que te cuente una historia que me pasó en esta cafetería hace treinta años?


martes, 22 de agosto de 2017

Cosas que he perdido, pierdo o puedo perder

Las ganas. La orientación. Un guante. La capacidad de saltar sin miedo a que me crujan las rodillas. La paciencia. El gusto por el whisky. La líbido. La salud. La paciencia, la paciencia, la paciencia. La ilusión por la Navidad. Las ganas de charlar contigo. La emoción de la novedad. La talla 36. El ánimo. El interés. La cabeza. Los papeles. La vista. Peso. La capacidad para asombrarme. El entusiasmo. Un calcetín. Otro calcetín de otro par. Las tapas de los tupers. La capacidad para dormir ocho horas seguidas. La alegría. El contacto. Una dirección. El DNI y la tarjeta de embarque justo antes de pasar el control. Y otra vez al embarcar. El miedo. La fe en el periodismo. El complejo de grandes tetas.  La idea idiota de que todo el mundo es bueno. La confianza. La arrogancia o parte de ella, no toda. Amistades. La empatía. El criterio. El sueño. La vergüenza. El apetito. La calma. La memoria. La vida. 

No es lo mismo perder algo que olvidar dónde se ha dejado. Se pierde un guante, un calcetín. Se olvida un paraguas. El olvido tiene solución, se recorre hacia atrás el camino trazado y se puede encontrar el punto exacto en el que los caminos se separaron. La pérdida es, en principio, irresoluble, solo una casualidad o un milagro la resuelven y por eso emociona, algunas veces, encontrar aquello que hemos perdido, aunque sea un calcetín o el DNI justo antes de coger un avión. Otras veces la pérdida es un triunfo, algo que ganas. 

Hoy he perdido la capacidad para escribir con sentido. 




sábado, 19 de agosto de 2017

Doce años

«Todos somos extraños para nosotros mismos, y si tenemos alguna sensación de quienes somos, es sólo porque vivimos dentro de la mirada de los demás» (Paul Auster)

Aún no sabes quién es Paul Auster aunque tu casa está llena de sus libros. No sabes quién es pero sus portadas y sus palabras son parte de tu paisaje diario. Tampoco sabes lo que es sentirte extraña de ti misma ni te has parado a pensar quién eres. Si te preguntara, me mirarías con cara de superioridad y contestarías: «Soy Clara, sé perfectamente quién soy» porque hoy cumples doce años y a esa edad todo se sabe "ferpectamente" (no te gusta Asterix pero tenía que ponerlo). Crees que lo sabes todo, piensas que sabes todo lo que necesitas saber sobre lo que te interesa. Incluso crees tener clarísimo qué es lo que no quieres saber, lo que no te interesa, lo que no importa, lo que da igual. Y eso está bien porque a tu edad, en este momento de tu vida, lo suyo es que tengas esa seguridad, que todo a tu alrededor sea seguro, estable, casi aburrido, predecible, tan inmutable que parezca eterno. Por eso te gustan las rutinas y te encanta repetir siempre las mismas cosas cuando volvemos a lugares que, a tus doce años, ya se han convertido en parte de esa extraña que todavía no sabes qué eres. Este verano hemos vuelto a comer pipas Facundo viendo la puesta del sol en San Vicente porque "ese es el paseo que siempre hacemos" y hemos comido helados Regma "porque es lo que siempre hacemos aquí" y estás en Gibraltar "porque es lo que hago siempre en agosto". Crees que repites todas esas cosas porque te gustan y, en cierta manera, es así, pero las repites porque te centran, porque te hacen y te harán, en el futuro, ser quién llegues a ser. 

Aún no lo sabes pero eres una extraña para ti misma y lo serás siempre. Eso no es malo, no quiere decir que no te conozcas, quiere decir que tú te sentirás una persona determinada, te verás, pensarás, soñarás, escucharás e, incluso, olerás de una manera y descubrirás que los demás perciben en ti mil personas distintas. Unas te resultarán desagradables y te indignarás, otras te sorprenderán y otras te halagarán porque no podrás creer que te vean así, pensarás incluso «qué equivocados están, no soy tan buena». 

No sabrás quién eres y serás mil personas en una. Serás mujer, hermana, amiga, compañera de trabajo, amante, madre, abuela, tía, novia, pareja estable, pareja inestable, jefa, currita y un montón de cosas más pero para mí, siempre, serás mi hija pequeña. Y así te veo cada día.

En mi mirada vives y siempre vivirás y te verás como mi hija pequeña; ahora que crees saberlo todo y, también, cuando creas no saber nada y sientas más miedo del que eres capaz de imaginar, espero que puedas aferrarte a quién siempre serás en mi mirada y en mi vida. 

Feliz cumpleaños, pequeña bruja. 

Espero también que leas a Auster. 


jueves, 17 de agosto de 2017

El continuo discontinuo espacio tiempo adolescente.

Estoy en condiciones de afirmar que los adolescentes viven en una dimensión en la que el espacio y el tiempo, sobre todo el tiempo, son diferentes de los del resto de la humanidad. El tiempo en la adolescencia es como un chicle que se encoge y se estira según unos criterios que me resultan completamente indescifrables. 

Para empezar, un adolescente nunca mantiene una velocidad de actuación constante. Su velocidad de crucero sufre un curioso proceso de infantilización, una vuelta a la más tierna infancia y he descubierto que un bebe de dos años se mueve unas doscientas veces más rápido que un adolescente. Recuerdo con nostalgia cuando creía que se tardaba mucho en salir de casa con dos bebés, ahora me noto crecer el pelo mientras espero a que mis dos hijas estén listas. 

He comprobado también que el movimiento más lento jamás registrado nunca que es el que sigue a la palabra "Voy". 

María, ¿puedes, por favor, venir un momento?
Voy.
Clara ¿puedes venir a ver como me desnudo y me pinto el cuerpo entero con esmalte de uñas negro profundo?
Voy.
Hijas mías, ¿podéis venir un momento que creo que me he cortado una mano con el cuchillo jamonero?
Ya vamos. 

Un coral se mueve más rápido que ellas. 

Podríamos pensar que no conocen otro tipo de velocidad, que en su dimensión todo es lento y pausado, casi inmóvil, pero no es así. Con los estímulos adecuados son capaces de moverse a velocidades increíblemente rápidas, dejando al Correcaminos convertido en una tortuga.  

¿Qué tipo de estímulo desata su ultravelocidad? 

Cualquier pertubación en la fuerza... del wifi. Apago el wifi y antes de que me haya dado tiempo a parpadear las tengo a mi lado informándome del problema técnico. Creo ver humo en sus talones. 

La elección entre dos elementos. «Chicas, tengo dos toallas. ¿Cual queréis?»

Según sale la s de mi boca, ambas han gritado algo. Su velocidad de respuesta es inmediata, francamente impresionante. Por supuesto su elección siempre es la misma y esto desata otro problema que no es objeto de este post pero que dejaremos enunciado como «El deseo de poseer un objeto vendrá determinado siempre por la absoluta necesidad de impedir que el otro hermano posea el objeto que quiere». 

Si la elección no es entre dos objetos sino entre dos opciones vitales que les ofrezco para cualquier tipo de actividad, su velocidad de respuesta es igualmente inmediata pero, en este caso, jamás coinciden, desatándose otro problema que tampoco trataré hoy pero que dejaré enunciado como «Como sois incapaces de poneros de acuerdo al final elijo yo y seré como Rusia en el comité de seguridad de la ONU porque mi voto vale más».  

Chicas, ¿queréis comer en casa o en un restaurante?
Yo en casa.
Yo en un restaurante.
Chicas ¿Queréis playa o montaña?
Playa.
Montaña.
¿Preferís que me corte las venas o que os de en adopción?
Si los padres adoptivos son buenos por mí no hay problema.
Si no vas a pedirnos que limpiemos la sangre no tengo problema con que te cortes las venas. 

Un paso más allá de la ultravelocidad que pueden desarrollar está la ultravelocidad que son capaces de imaginar y que se aplica a fenómenos de la vida diaria que cualquier adulto sabe que llevan un tiempo considerable. 

La velocidad más rápida que son capaces de imaginar es aquella a la que creen que se lava la ropa. El proceso es más o menos el siguiente: sacan la ropa del armario, la usan un número indeterminado de ocasiones que va desde ninguna a mil y sólo cuando ellas en esa dimensión paralela deciden que está sucia según un criterio que aún no he conseguido comprender pero que enunciaré como «La ropa está sucia cuando considero que guardarla en el armario no compensa o simplemente he olvidado que la tengo» la echan a lavar. Nada más depositarla en el cubo de la ropa sucia (en su dimensión paralela he conseguido hacerles entender que toda prenda de ropa que ande por el suelo acaba en la basura y desaparece para siempre) les brota una urgente e imperiosa necesidad de tener esa prenda de nuevo disponible.

Mamá, ¿están mis vaqueros cortos limpios?
No.
¿Y ahora?
No.
¿Ya? 
No.
¿Cuanto queda?
La lavadora tarda hora y media, luego se tiene que secar y si los quieres planchados... pues cuando a mí me apetezca. 
Pero eso son por lo menos cuatro horas. ¡Tiene que haber métodos más rápidos!
Ajá. Estoy deseando que los inventes. 
Pues necesito más pantalones.
Ni de coña. 

En cuanto a las diferencias espaciales y circunstanciales, en el universo de mis hijas, por lo que he podido observar, las condiciones atmosféricas o de cualquier otro tipo son inmutables. Esto quiere decir que si en Madrid hace calor en julio, en cualquier otro lugar del planeta al que nos desplacemos hará calor. Si con un pantalón no necesitan cinturón, tampoco lo necesitarán con ningún otro pantalón que se pongan jamás en la vida. Mis intentos por sacarlas de este error de percepción no son bien recibidos nunca. Digamos que son recibidos con indiferencia o, en algunos casos, con risas de superioridad. Yo, por supuesto, me vengo.

Chicas, vamos al norte, coged jerseys. 
Bah, pasando, que eres una exagerada. 

Mamá, ¿has traído jerseys de sobra?
Ajá.
¿Me dejas uno?
Puede. 
¿Cuánto me va a costar?
Más de lo que crees. Para empezar un "mamá, tenías razón". 

Chicas, compraos un cinturón. 
Los cinturones son de viejas. 
¿De viejas? Qué estupidez.
Tú siempre llevas cinturón.
Ni se te ocurra seguir por ahí. 

Mamá, ¿no tendrías un cinturón para dejarme?
Sí cariño pero no quiero que parezcas vieja. De nada. Estás ideal sujetándote los pantalones con una mano, queda muy juvenil. 

Otro día hablaré de otro problema que dejo enunciado como «cuando tus hijas se toman siempre  tu sentido del humor como una ofensa personal imperdonable para, poco después, adoptarlo, adaptarlo y empezar a manejarlo con maestría». Otro día.