miércoles, 2 de agosto de 2017

Lecturas encadenadas. Julio

Julio ha sido un mes larguísimo, eterno casi. He hecho millones de cosas, he trabajado, he viajado, he tenido vacaciones, he visto mil películas, he sido madre, he tenido solterismo y he leído siete libros y medio. 

Empecé con El vater de Onetti de Juan Tallón. Fui a la Casa del Libro, me puse frente a la estantería y me quedé mirando los dos títulos que de él tenían. ¿Qué me hizo decantarme por el título más feo? No lo sé, así funciona mi cabeza. 

El Vater de Onetti es una novela curiosa en la que, contra todo pronóstico, se habla del vater de Onetti. De uno de ellos.   Juan, el protagonista,  escribe un periódico gallego, ha publicado un libro y llega a Madrid para trabajar en un ministerio. Se instala en un piso y va contando su vida y cómo espiar a sus vecinos acaba cambiándole la vida. Para mí, la peripecia es lo de menos. Iba leyendo y pensando ¿Cuando es verdad? ¿Cuanto es ficción? ¿Qué hay de real? ¿Qué hay de mentira? Da igual porque en realidad, como dice el prologuista, lo importante no es cómo llegas sino cómo vas yendo. Lo importante es que me lo creo a él, al protagonista, con su humor negro, su ironía, el autodesprecio    y a los personajes más sinceros por ser los menos reales, como Horacio el camarero del bar.  

No es un libro lineal, la historia no avanza, no va hacia delante. Es un libro que va y viene, que se para, retrocede y se estanca y es en esas pozas para nadar cuando más lo he disfrutado. Es un libro para hacer largos en él, entreteniéndote en la temperatura del agua y en los otros nadadores, en las cosas que se te ocurren según vas leyendo/nadando. Un libro para hacer el muerto. Lo de menos es la peripecia, como lo es el tiempo que marcas al nadar. Me quedo también con el humor, la ironía y la capacidad para hilar distintas historietas, anécdotas, curiosidades, sobre todo de escritores y fútbol, a lo largo de la trama. Ah y me encanta el tono que tiene de «podría ser peor, podría llover». 

«No hay que despreciar los pequeños detalles, ni creer que cada cosa nimia que hacemos, cada idea, cada maniobra, cada reacción, cada gesto intrascendente pasan en vano. La onda invisible que levante quizá llena de gloria a alguien que solo pasaba por allí. En ocasiones, dejará cadáveres detrás de sus huellas».

Tan identificada con esto:

«Cuando releo lo que escribo me siento, en general, deprimido como alguien que se ha equivocado de camino. Si me parece bueno, porque creo que ya no podré escribir algo igual. Si me resulta malísimo, porque temo que sea el texto por el que se me juzgue».

Querida Ijeawele. Cómo educar en el feminismo de Chimamanda Ngozi Adichie es un librito que tenía ganas de leer desde que empecé a seguir a esta autora en sus artículos en prensa americana y en sus charlas e intervenciones en programas de tv. Lo compré en la Feria del Libro de Madrid para ver si aprendía algo y era adecuado para mis hijas. 

Chimamanda escribe una carta, podría ser un post, con quince sugerencias para educar a la hija de una amiga en el feminismo o, mejor dicho, para educarla como una persona plena. Lo leí en un rato y me hizo mucha ilusión comprobar que muchas de las cosas que ella cuenta las escribí yo hace un año en el post Para mis hijas: mis pensamientos feministas. Todo lo que dice Chimamanda es de sentido común y obvio pero es necesario decirlo y repetirlo hasta la extenuación porque muchas de esas cosas  están puestas en entredicho en la sociedad actual y, muchas de ellas, por las propias mujeres. 

«Tu premisa feminista debería ser: Yo importo. Importo igual. No "en caso de". No "siempre y cuando". Importo equitativamente. Punto».

«Sé una persona plena. La maternidad es un don maravilloso, pero no te definas únicamente por ella».

Desde luego, se lo daré a mis hijas para que lo lean. 

Los desorientados de Amin Maalouf. No sé quién me regaló este libro el año pasado pero haciendo orden en mis estanterías le llegó el turno. Me miró fijamente y supe que era su momento aunque confieso que lo cogí con poca fe.  

Los desorientados (un título genial), es otra historia de amigos que se reencuentran después de veinticinco años sin verse. La muerte de uno de ellos es el motivo que vuelve a unirles y la ocasión que el narrador, protagonista aprovecha para volver al país que abandonó y rememorar, recordar, reencontrarse con personas, sensaciones, sentimientos e incluso recuerdos perdidos. 

Maalouf es libanés y eso, como le pasa a Oz marca toda su literatura, lo que cuenta y cómo lo cuenta. En la literatura de Oriente Próximo todo deslumbra, la luz es abrasadora y el calor aplana los volúmenes y aplasta el paisaje pero en vez de difuminar las líneas divisorias entre unos y otros, en vez de fundirlos, esa luz remarca las diferencias, trazándolas con severidad y haciendo que esas diferencias sean la razón de ser de todo: los países, las ciudades, los barrios, las pandillas, las parejas, las costumbres, las guerras. 

Me ha encantado. Hay reflexiones maravillosas sobre ser algo aunque no queramos serlo y sobre los libros y escribir, y sobre los amigos y los recuerdos, y sobre irse. 

«Irse del propio país entra dentro del orden de las cosas; a veces, lo imponen los acontecimientos; y si no, hay que inventarse un pretexto. Nací en un planeta, no en un país. Sí, claro, también nací en un país, en una ciudad, en una comunidad, en una familia, en una maternidad, en una cama... Pero lo único importante para mí y para todos los seres humanos es el hecho de haber venido al mundo ¡Al mundo! Hacer es venir al mundo, y no en tal o cual país, ni en tal o cual casa».

«Cuando escribimos un texto, las líneas van una detrás de otra, con idénticas intervalos, y quienes las tienen ante la vista no se dan cuenta de que hubo momentos en que la mano que las trazaba fue deprisa por la hija y, en otros, se quedó parada. En la página, e incluso en la página manuscrita, quedan abolidos los silencios; y los espacios pasados por la garlopa».

La hija del comunista de Aroa Moreno. Este libro lo compré en la presentación que se hizo en la Librería Cervantes en Madrid. Las circunstancias vitales con su dosis de carambolas cósmicas por las que conocí a Aroa hace ya algunos años son tan maravillosas que es imposible que sea objetiva con sus escritos. La novela nos cuenta la historia de Katia, la hija del comunista, que viviendo en Berlín oriental decide marcharse dejando atrás su vida para empezar una nueva. La revelación de que somos lo que somos independientemente de dónde vivamos es el tema que subyace tanto en su historia como en la de sus padres que, para mí, es la que tiene verdadero interés. Los españoles que huyeron de España tras la Guerra Civil y acabaron viviendo en Alemania Oriental y cómo sus hijos asistieron a la desaparición del país al que sus padres habían huido. Cuando vemos, leemos o escuchamos historias sobre la Europa del Este siempre nos quedamos con lo "malo", con lo horrible que debía ser, con lo que no tenían y se nos olvida que había gente convencida allí, gente que estaba a gusto, personas para las que aquello había sido la opción mejor. El ambiente que Aroa recrea me ha recordado a la película La vida de los otros y, sobre todo, a la primera novela de Ian McEwan, El inocente. 

Trazos en falso de Javier Tortosa me lo envío  una pequeña editorial de Murcia, Boris Ediciones. Albert Lea es un pueblo del medio oeste de Estados Unidos al que Tortosa nos lleva con sus relatos pero en el que todos hemos estado antes si hemos leído a Steinbeck, a Ford, a Carver o a Lucia Berlín. La gente que nos presenta Tortosa también nos recuerdan a otra gente que ya hemos conocido y los problemas que tienen, las cosas que piensan, lo desamparados que se sienten también nos suena porque son problemas universales. Tortosa tiene un estilo muy peculiar. Cortante es la palabra que mejor lo define. Al principio cuesta entrar en su ritmo de pasos cortos y puntas afiladas pero una vez que te haces la lectura es interesante y algunos de los relatos los he disfrutado muchísimo. La fórmula funciona al principio pero luego se vuelve repetitiva, es inevitable tener la sensación de que estás leyendo en círculos, y lo que al principio te ha enganchado y sorprendido, acaba resultando repetitivo y sonando un poco artificial. Dejas de creértelo. 


«Lo comprendió al minuto uno. Que incluso las cosas que no suceden acaban dejando huella. Y no es cuestión de distraer la mirada. Ni rellenar espacios vacíos. Hay que aprender a vivir con ello. Porque lo más duro de perder algo no es sentir su ausencia. Lo peor, lo más triste, es tener la sensación de que pudo haber sido». 

Harriet de Elizabet Jenkins ha sido la sorpresa del mes. Alba Editorial en su colección Rara Avis publica eso, cosas raras de autores muertos y, por lo que he visto este año, la mayoría son mujeres. Esta novela fue publicada en 1934 y fue un super éxito de ventas. Cuenta una historia real, basada en acontecimientos que ocurrieron en realidad en 1877. El argumento es tan increíble y cuenta con todos los elementos de una  mala tv movie de sobremesa pero Jenkins la cuenta de manera magistral, dotando a todos los personajes de una profundidad increíble. Es una historia de maldad, de avaricia, de abusos, de crueldad extrema pero lo terrorífico es que es una maldad llevada a cabo por gente normal, por personas que se construyen una realidad paralela, una moralidad a medida en la que sus terribles actos son perfectamente justos. Como dice Rachel Cook en el prólogo «Harriet es una novela en la que las personas se alejan de la verdad con la misma facilidad con la que corren una cortina para que el viento no entre por la ventana...» 

Y todos conocemos a alguien así: 

«Le gustaba llevarse bien con los demás, es decir, sentirse admirado, y a pesar de que tenía la crueldad de una víbora, era capaz de ofenderse por cualquier menudencia, como un niño al que nadie comprende».

La librería de Penelope Fitzgerald. Este libro me llegó por un regalo de trabajo, próximamente se estrenara la película que Isabel Coixet ha hecho sobre esta historia. Esta novela se define exactamente igual que la autora da de la protagonista:

«Era pequeña de aspecto, delgada y huesuda, un poco insignificante vista desde delante y completamente insignificante por detrás»

Lo mejor de esta novela es la ilustración de la portada y que se lee resbalando la vista por las páginas. 

Y con esto, un bizcocho y el medio libro que llevo ya de Un continente salvaje, Europa después de la II Guerra Mundial, hasta los encadenados de agosto.



miércoles, 19 de julio de 2017

¿Qué son los padres?

Única (6.509), Luchadora (5.078), Entregada (4.870), Fuerte (4.676) y Valiente (4.133).

Estas son las cinco palabras más repetidas, en una campaña que se ha puesto en marcha, para tratar de cambiar la definición de «madre» en el DRAE. No sé si definen a una madre o a un nuevo personaje de Disney.  

¿Qué es una madre? ¿Qué es un padre? Llevo un par de días de insomnio absurdo dándole vueltas a esto. ¿Por qué? Porque sí, por la movida de la gestación subrogada, por este artículo en el New Yorker que cuenta una historia Kramer contra Kramer pero entre dos mujeres en 2017 y porque mi cerebro es así de cabrón. 

Para mí, los padres son el lugar seguro al que volver cuando todo se va a la mierda.   

Los padres son aquella sensación a la que vuelves cuando no tienes a dónde ir. El rincón en el que te escondes cuando todo se desmorona. No es un espacio físico, ni mental, ni un soporte económico, ni una red  familiar. Los padres son el espacio mental al que intentas retirarte cuando te sientes desbordado emocionalmente, arrasado por la pena o increíblemente feliz. Cuando tienes miedo, terror, tristeza o sientes una increíble satisfacción por algo que has logrado, conseguido. Son el sitio en el que te refugias aunque ya no estén contigo, aunque hayan muerto, aunque sean tan mayores que sean ellos los que dependan de ti, porque solo recordar tu vida con ellos te calma y te ayuda. Los padres son el vértigo vital que te ahoga cuando pierdes ese eje, cuando sientes que ya no existe ese lugar seguro, cuando se pierde, y en su lugar solo hay un vacío.

¿Qué me hace a mí madre? Desde luego no son mis genes flotando en el interior de mis hijas, ni haberlas parido, ni haberles dado de mamar. No me hace madre cuidarlas, quererlas, aguantarlas, educarlas, preocuparme por sus cosas, alimentarlas, perseguirlas, odiarlas a ratos. Nada de eso me hace sentirme madre, ni nada de todo eso, que también mi madre hizo por mí, es lo que me hace sentir madre. No puedes definirte a ti mismo como padre o madre. Siempre tiene que definirte otro y no lo hace, no lo hará por lo que has hecho, por lo que haces, sino por cómo se siente contigo. 

Lo que te hace padre es que tus hijos sientan que conocerte, que haberte conocido, que tenerte, que haberte tenido, es un lugar seguro al que siempre podrán volver.  Y no, no todo el mundo lo tiene, aunque todos hayamos tenido "padres".  

Creo. 

Todo lo demás son cuentos de hadas. 

lunes, 17 de julio de 2017

So long, farewell,auf wiedersehen, adiós.

A pesar de mis enconados esfuerzos por no llegar tarde y a pesar de tenerlo todo a favor para conseguirlo, llegaba tarde. No mucho, cinco minutos, pero lo suficiente para ser la última en entrar en la sala de reuniones y, por tanto, ser intensamente visible y revisable por los que ya estarían allí a pesar de tener todo en contra. Sentía todo la batería de síntomas del síndrome del impostor: nervios, dudas, inquietudes e inseguridades. «Voy a hacer el ridículo, se van a dar cuenta de que no tengo ni idea». A los nuevos se les recibe siempre con inquietud, con suspicacia, se les mira con ojos inquisitivos y con cierta sospecha. Yo también lo hago. Nos acostumbramos a las personas y cambiarlas por otras nos produce cierto resquemor, nos rompe la rutina de las relaciones establecidas y nos obliga a ser conscientes de que las cosas cambian. Incluso nos hace pensar que nosotros también somos prescindibles, intercambiables, olvidables. Era consciente de todo eso cuando entré en la sala a conocer a todos esos desconocidos inconscientemente suspicaces y algo preocupados. «Hola, soy Ana». Él, se levantó inmediatamente desde su sitio, en el lado de la mesa más alejado a la puerta, se acercó a mí, me dio dos besos y me dijo «Bienvenida, Ana». 

No había tenido tiempo de imaginarme a mis compañeros. Había tratado con ellos únicamente por mail y el mail no da pie a imaginar voces, aspectos, alturas y, mucho menos, sensaciones. Me pareció mayor. No muy alto, pero más que yo por supuesto, con el pelo blanco, delgado y una gran sonrisa. Aquel día me sorprendió que al besarme apoyara sus manos en mis hombros. Aprendí después que él siempre saluda así porque realmente se alegra de verte, de estar contigo, de trabajar juntos. Cuando comenzó la reunión, me pareció seguro, no seguro de sí mismo sino un lugar seguro, alguien en quien confiar, alguien a quien consultar. Deseé caerle bien desde el primer minuto. Deseé aprender de él, con él. Nos hicimos amigos a lo largo de los meses. Nos hemos reído, intercambiado fotos y nos hemos abrazado al despedirnos todas y cada una de las veces, con sus manos en mis hombros. 

«Chavales, me jubilo» nos anunció en enero. Intentó ser solemne, serio, riguroso, pero se le salía la alegría por los ojos y por sus largos dedos que siempre agita al hablar. Durante estos seis meses el ambiente en nuestras reuniones ha estado envuelto en una nube formada en un 50% por su alegría y en otro 50% por nuestra sensación de orfandad. Nos sentimos huérfanos, no tristes porque nos alegramos muchísimo por él, pero nos sentimos un poco desamparados. O por lo menos, yo me siento así. 

El jueves, en su fiesta de despedida, fue la novia, el niño del cumpleaños, el campeón de Wimbledon, el ganador del Mundial, el premiado con el Nobel, el destinatario del Oscar,fue Amstrong pisando la Luna y Fleming descubriendo la penicilina, el niño que disfruta del último trozo del pastel y el que estrena la piscina el primer día de verano. Estaba feliz, exultante y satisfecho. Conmovido, también. Era la viva imagen de la satisfacción, era el ciclista que gana el Tour y piensa «Todo este esfuerzo ha merecido la pena». Sé que es ridículo pero me sentí orgullosa de él.  

Nos abrazó a todos. El último abrazo compartiendo trabajo. No lloró al llegar al restaurante y encontrarse a todo el mundo aplaudiendo, ni lloró durante las palabras que improvisó para todos los que nos juntamos a despedirle, pero se le humedecieron los ojos cada vez que, a cada uno de nosotros, nos dio ese último abrazo "laboral". 

Nos has dejado un poco huérfanos y, también, un poco envidiosos, contando los años que nos quedan a nosotros para llegar a jubilarnos. Ojalá sepamos hacerlo como tú.  

Farewell Jesús, te echaré de menos. 


miércoles, 12 de julio de 2017

Por un puñado de cosas


«Lo único que me importa es que el coche nuevo tenga un gran maletero» 

Tres bolsas de hacer la compra. Una negra, con fotografías de revistas de moda o de modelos, está arrugada y vieja pero todavía resiste. Sé dónde la conseguí, me la dieron en un evento de Yo Dona hace cuatro años, cuando saqué el libro. Otra es rosa con letras azules que dicen algo en francés. Viene de un supermercado alsaciano en Colmar. La última es más pequeña, es amarilla y horrenda y me la regalaron en una gasolinera a las afueras del aeropuerto de Basilea. Es fascinante como a mi memoria le cuesta recordar la tabla de multiplicar del siete y, sin embargo, almacena el lugar de origen de mis bolsas de la compra. 

Una bolsa de ese color marrón oscuro, casi negro, del que solo son las bolsas que nos recuerdan a nuestras abuelas. No sé de dónde la he sacado y no quiero saber qué hay dentro. Lo sé, pero me da miedo mirarlo. Ahí dentro está todo lo que llevaba en el coche anterior. Arramplé con todo: cintas, cds, papeles, cables, recuerdos y lo metí allí pensando «ahora no tengo tiempo, ya lo ordenaré más adelante». Han pasado dos años y medio y todavía «más adelante» no ha llegado. A veces pienso «voy a tirarlo, sin mirar, sin dolor, sin pensármelo. Amputación» pero luego me puede la idea de que quizás haya algo en esa bolsa que necesite ser guardado. Ya veremos cuando llegue «más adelante».

En otra bolsa hay unas zapatillas de montaña que he heredado. Soy la heredera oficial de zapatos que se les quedan pequeños a los demás. Si no me valen a mí, no le valen a nadie. ¿Por qué las llevo en el coche? Por si acaso, quizás acabe perdida en un camino o ligue con un autoestopista montañero o me encharque los pies en lluvia o, simplemente, acabe harta de tacones y decida ponérmelas. 

Ocho chalecos reflectantes, incluido uno que pone "Calle 13. Equipo de homicidios" y que es el que me pongo cuando pincho, me da aspecto de mujer dura. Sé que ocho chalecos es algo excesivo pero no tengo explicación para este fenómeno. Simplemente han llegado a mí. Un pack con los triángulos. Este pack me irrita muchísimo, le tengo una manía horrible. En su funda roja llevan un velcro pensando para fijarlo  y que no se mueva pero, he descubierto, que se pega sin criterio, cuando quiere, en el sitio más inoportuno, a poder ser cuanto más en medio mejor. Es un velcro recalcitrante, el más recalcitrante con el que he tropezado nunca y para poder despegarlo tengo que tirar con todas mis fuerzas utilizando los dos brazos mientras digo palabrotas y juro que voy a tirarlo. 

Una botella de agua vacía, un rollo de cinta americana,condones escapados de un neceser, una hucha metálica con forma de buzón de correos en la que ahorro monedas de dos euros, un cepillo de pelo, una cazadora vaquera y un forro polar rojo. Un dibujo a plumilla de lo que parece un templete italiano. Tinta negra sobre una hoja de bloc de dibujo arrancada de cuajo, aún conserva las barbas. Es un boceto que, hace mil años, me regaló mi tío Manolo. Me encantaba y me prometí enmarcarlo, Nunca lo hice. Hace un mes, apareció en el fondo de un armario. Pensé en colgarlo en mi habitación de Los Molinos, encima de mi cama y con esa intención lo metí en el coche. Al llegar a Los Molinos me dio pena sacarlo, pensé que podía dejarlo allí.  ¿Quién dice que no se pueden decorar los maleteros?