viernes, 13 de mayo de 2016

El mirón


El año pasado me concedí un premio a mí misma, un regalo de "recuperación" podríamos llamarlo, y me suscribí a la revista The New Yorker en papel. Las revistas llegan a mi buzón de Los Molinos, de dónde las recojo cada fin de semana. Subo por las escaleras hacia mi cuarto, arrancándoles el plástico y las coloco en un montón en la mesa de mi cuarto. Siempre llevo encima un ejemplar que es el que voy leyendo mientras desayuno, en salas de espera en médicos, en reuniones, cuando quedo con alguien y no llega. Normalmente voy con un par de semanas de retraso  sobre la fecha actual pero no me importa. Disfruto la lectura y jamás miro de qué trata el siguiente artículo. 

La semana pasada en La Cultureta (uno de mis nuevos vicios) hablaban de un artículo de Gay Talese sobre un mirón de hotel. Los culturetas comentaban que el periodista tiene, a veces, que hacerse amigo de personajes que no son del todo recomendables, que son o pueden ser, incluso, delincuentes, pero que lo hacen por contar su historia, en beneficio de "la verdad".  Me sonó todo un poco a excusa, a justificación, pero no había leído el artículo. Hace un par de años leí Honrarás a tu padre, también de Gay Talese, sobre la mafia neoyorkina. Talese se caracteriza, por decirlo de alguna manera, por escribir siempre dando nombres verdaderos: no pone nombres falsos, no inventa, todo es realidad "observada". Sé que tiene un libro sobre la infidelidad escrito en los 70 o los 80 pero no lo he leído. En el de la mafia se hacia amigo de un capo mafioso al que acompañaba, con el que charlaba... etc. Una especie de Los Soprano o algo así. 

Por sorpresa, en el desayuno de ayer, en el New Yorker del 11 de abril,  me saltó el artículo del mirón. Es un artículo, una crónica que te pone mal cuerpo según vas leyendo. 

En 1980, Talese recibió una carta de Gerarld Foos, un hombre de un pueblo de Colorado que se había comprado un motel, y había colocado mirillas en el techo de 12 habitaciones para poder espiar a las parejas desde la buhardilla. Durante semanas había trabajado, ayudado por su mujer que comprendía su lado "voyeur", para colocar las rejillas. Durante días comprobó que él tuviera plena visibilidad de la habitación, la cama y el baño y que los ocupantes de la habitación no notaran nada. Cuando los huéspedes llegaban, siempre colocaba a las parejas más atractivas, más jóvenes o con pinta de tener una vida sexual más interesante en esas habitaciones. 

Durante casi 40 años se dedicó a subir a la buhardilla, tumbarse en el suelo y espiar a las parejas. Obviamente en todo esto hay un componente de, llamémoslo, vicio, querencia, gusto o lo que sea por el puro placer personal. Talese lo justifica por lo que el propio Foos le cuenta de su infancia, en la que nunca nadie le habló de sexo y en cómo todo empezó cuando de niño espiaba a una de sus tías. A lo que iba, Foos empieza a espiar y en algún momento enmascara, disfraza e, incluso se cree, que lo que está haciendo es una especie de estudio científico sobre los hábitos sexuales, la vida sexual de América. Cada noche, después de haber pasado horas espiando, anota todo en cuadernos que va fotocopiando y enviando a Talese durante años. Describe la habitación, las parejas, las edades, el aspecto físico, todo lo que hacen, cómo lo hacen, etc. Incluso apunta su enfado cuando las parejas apagan la luz y él no puede ver nada. En una ocasión, indignado por estarse perdiendo el espectáculo, baja corriendo de su escondrijo y aparca su coche con los faros encendidos apuntando a la ventana de la habitación para poder verlo todo.  

Talese, después de recibir la carta y tras dudar un poco (a mi parecer, bastante poco) va a Colorado a conocer a Gerard Foos. Se encuentra con él en el aeropuerto, charlan, Foos le cuenta su vida y le hace firmar un acuerdo de confidencialidad. Después le lleva al motel y le instala en una habitación,  "sin mirilla" le aclara.  Esa misma noche, los dos suben a la buhardilla y espían a una pareja mientras folla en la cama. Talese está tan inmerso en el voyeurismo que se asoma demasiado y no se da cuenta de que su corbata cuelga dentro de la habitación. Ese descuido hace enfadar a Foos. 

Tras unos días, Talese vuelve a Nueva York y consigue que Foos le vaya mandando durante años páginas fotocopiadas de su diario de mirón. Cada vez más endiosado, cada más metido en su papel de "científico", habla de él en tercera persona y se considera una especie de ente superior que observa a los demás en su intimidad sacando conclusiones sobre la esencia humana. Talese abre todas las cartas, lee todos los extractos y sigue con su vida. 

En un determinado momento, Foos le cuenta que fue testigo de un asesinato. En una de las habitaciones estaban alojados un camello de poca monta y su chica. Los espía varios días y tras ver como el camello recibe a clientes en su habitación, una tarde entra, coge toda la droga y la tira por el water (Foos entra normalmente en las habitaciones a cosas tan tan no sé como llamarlas como coger los sujetadores de las mujeres, mirar la talla y así tener "datos científicos correctos" en sus anotaciones). El camello al volver a la habitación, culpa a la chica de haber vendido las drogas y la estrangula. Todo esto con Foos mirando desde arriba.  Según él "la chica respiraba" cuando él dejó de mirar, pero al día siguiente la chica de la limpieza  da el aviso  de que hay una chica muerta en la habitación 10.  La policía llegó, investigó, pero nunca se resolvió el caso. 

Pasaron los años, la primera mujer de Foos murió, se volvió a casar con otra mujer que le ayudaba en su voyeurismo, siguió anotando, siguió espiando, compró otro motel en el que hacía lo mismo y años después lo vendió todo. Talese, durante todos estos años, siguió en contacto con él y en 2013 Foos le llamó para decirle que le absolvía del acuerdo de confidencialidad. Con un afán de protagonismo que a mí me resulta asqueroso, Foos con 78 años quiere que se conozca su historia, su "trabajo". Se considera a sí mismo una especie de Edward Snowden (esto lo dice él) y un "soplón" que da información importante. Talese decide que es una buena historia para contar y ha escrito un libro sobre ello que saldrá ahora en USA y el año que viene en España. 


Llevo dándole vueltas desde que terminé el café esta mañana. Lo he pensado en la ducha, mientras me vestía, mientras conducía de camino al trabajo, mientras estoy currando, ahora mientras escribo este post... no sé que pensar. Sí lo sé. Foos es un pervertido como hay mil. Cada uno tiene sus vicios y estoy muy a favor de ellos pero la manera metódica casi profesional de hacerlo me parece repugnante. Quiero decir ¿te gusta mirar? ¿Eres voyeur? Bien, hay mil maneras de satisfacer ese vicio sin convertirlo en una actividad delictiva. Él dice que no hacia daño a nadie porque no interfería en las vidas de sus espiados... Dice "No hay invasión de la privacidad si nadie se queja" ¿Se puede ser más cínico?  Mientras leía pensaba en todas esas parejas o incluso personas solas siendo espiadas...

Pero vale, Foos es un tarado. 

¿Y Talese? Puedo entender perfectamente y confieso que es posible que yo también lo hubiera hecho: que movida por la curiosidad hubiera ido a conocer a Foos y hubiera subido a la buhardilla. Pero ¿de verdad se puede justificar a un tío, porque es periodista, que durante 25 años no dice a nadie que hay un mirón en un hotel? ¿En beneficio de qué o de quién no lo cuenta? Detrás de Foos no hay una historia de salvación, el silencio de Talese no sirve para descubrir a un malo más malo... no espera un soplo, ni una historia mejor. Simplemente se calla.  Y lo que es aún peor se calla hasta que puede hacer con ello un historión, armar un libro y ¡vender la historia! 

... sigo dándole vueltas.  

miércoles, 11 de mayo de 2016

Depresión

La depresión no es un pozo negro, ni un manto oscuro que te cubre. Ni siquiera es gris. Ojalá lo fuera. 

La depresión es una luz blanca que borra cualquier contorno, cualquier silueta. Es una luz que hace desaparecer todos los colores, todas las sombras, en un inmenso charco blanco del que no se ve el final. 

Es una luz que no te deja ver nada. Te ciega, te taladra la cabeza y, en ella, solo puedes andar tambaleándote con los ojos entrecerrados. Lo que de verdad quieres hacer, lo que necesitas, es cerrar los ojos y no ver esa luz. Quieres esconderte, alejarte de ella, que no te alumbre, que no te vea, quieres que te deje descansar. Pero no hay donde cobijarse. La depresión es un foco en la cara del que no puedes escapar. Te persigue y no hay dónde esconderse. Da igual que te quedes parado o que corras lo más lejos que puedas... la luz no se apaga. 

Es una luz que te traspasa y te obliga a ver, a ser consciente cada minuto de tu sufrimiento, tu desesperación y tu angustia. No te deja descansar nunca. 

Cuando tienes una depresión, tu mejor (ja) momento es por la noche, es la hora del día, justo antes de meterte en la cama, en la que sientes un cierto alivio por haber sobrevivido a otro día que por la mañana al despertarte te parecía insalvable y en el que, además, quieres creer  te queda un día menos de dolor, de sufrimiento. A ese ligero descanso se suma la certeza de que por lo menos, durante unas cuantas horas, 3, 4 con mucha suerte, podrás descansar. La depresión es una maestra de la tortura, te aprieta y te aprieta, pero sabe que te tiene que dejar descansar un poco, hacer que te confíes, que te relajes para hacerte más vulnerable. Por la noche, la luz se apaga, se retira y puedes dormir, hacerte un ovillo, refugiarte en tu propia oscuridad y descansar. Por unas horas podrás fingir que no te duele el alma, la vida, podrás no verte y que los demás no te vean. Oscuridad que acoge, cerrar los ojos, relajarte al fin.  

No te confías... sabes que es una tregua, no el final de la batalla. Pero cada noche confías en no despertarte a las 4 horas aterrorizada. Confías en que esa noche sea distinta, quieres creer que a la mañana siguiente no querrás morirte. Pero nunca hay ese mañana, nunca dura tanto la tregua. Abres los ojos y ves la luz gris, avanzando poco a poco por el suelo de tu cuarto hacia tu cama. Cierras los ojos, te quedas muy quieta, esperando que no te vea, que pase de largo, que te deje descansar... pero no hay escapatoria. 

Vuelve a caer sobre ti, a cegarte y al levantarte, porque te tienes que levantar, a tu alrededor solo hay, otra vez, un inmenso espacio yermo en el que estás sola, un mundo cegador en el que tú no ves nada pero todo el mundo te ve a ti. 

Cuando empiezas a curarte, lo primero que notas es que ya no tienes el ceño fruncido todo el día,  te relajas un poco y empiezas a distinguir siluetas, contornos y sombras. Poco a poco, tan lentamente que siempre tienes miedo de que ese alivio que sientes sea una nueva estratagema de la depresión para que te confíes, la luz se va apagando, pasa de ser fría a ser cálida y todo va recuperando su color y su forma. Puedes ver a los demás... sabías que estaban ahí pero no podías verlos. 

Hace dos años toqué fondo... o eso me creía yo. Poco después descubrí que el fondo estaba mucho más profundo y que la luz llegaba hasta allí con toda su fuerza. 

He querido escribir esto porque no se me olvida, porque no quiero olvidarlo. Escribirlo es, para mí, la mejor manera de fijarlo para siempre. Me siento como si estuviera descolgando todas estas sensaciones de las paredes mi cabeza y guardándolas en cajas perfectamente etiquetadas y ordenadas. No voy a olvidarlo, en mis paredes mentales queda el cerco de esas experiencias y las veré todos los días, pero, a partir de hoy, cuando quiera saber qué era lo que tenía ahí expuesto, podré venir aquí, sacar este post y leerlo. Porque no quiero que se me olvide la luz. 

lunes, 9 de mayo de 2016

Primos

Los primos son unos parientes curiosos. ¿Qué tienes en común con ellos? Que tus padres son hermanos y compartes unos abuelos comunes que en algún momento, más pronto que tarde, desaparecen de nuestra vida. 

Conozco gente con más primos de los que puede memorizar y gente que no tiene ninguno. Yo tengo un número manejable de ellos, 11. Creo que yo sola doy más guerra que todos ellos juntos. Bueno, no lo creo... lo sé. 

Somos un grupo variopinto. Con el mayor me llevo un año y la pequeña tiene 11, llegó de Rusia cuando yo ya tenía a las dos princezaz. Es más prima de mis hijas que mía. Con ella, todos nos sentimos un poco tíos y ella con nosotros se siente en una reunión de chiflados. 

Nuestra última reunión de chiflados fue el sábado. Habíamos fijado la fecha hacía tiempo, cuando nos juntamos en otra de las citas sagradas de mi familia, el día de Reyes. Aquel día, mi primo “Chubi” y yo nos atufamos un mágnum de vino blanco a medias, nos pusimos de mote "Miss Harrison" y "Miss Marple" y convocamos la comida en su casa para cuatro meses después aprovechando la llegada desde Buenos Aires de nuestro primo R. 

Mi primo "Chuvi" (un pasado remoto y ligeramente relacionado con Starwars tiene la culpa de este mote pero eso es otra historia) tiene la misma edad que yo, nos casamos casi a la vez, tenemos hijas de la misma edad y nos separamos casi al mismo tiempo. Él es rubio, juega al fútbol y es jefe. Yo no, pero nos reímos hasta llorar cuando nos juntamos porque los dos tenemos un sentido del humor tan ácido que nos corroemos. A nuestros cuarenta y tantos hemos descubierto que nuestro amor por el vino blanco nos une más que compartir un apellido. Aquella mítica noche, apestando a barrica de roble envejecido, organizamos la comida. 

Organizar es un decir. Mandamos la fecha al grupo de wasap que compartimos los 11 primos con móvil y marcamos la fecha en el calendario. Eso fue todo... hasta la semana pasada en que tuve que poner orden y disfrazarme de Mary Poppins y el Capitan Furilo y empezar a repartir tareas: tú compras la carne, tú recoges a la prima de 11 años (María que no habla es su mote... pero esta es otra historia), tú compras chuches para las copas, tú la bebida y que no falte vino blanco. Hora de la cita, 13:30

Moli, ¿no sería mejor a las 14?
Pareces nuevo Nobita (este es otro mote y sí... es otra historia). Si quedamos a las 14, llegamos a las 14:30 y la barbacoa y blablablá.
Vale, vale... visto así. 

Los primeros llegaron a las 14:15. Nobita hizo su aparición estelar una hora tarde tras una noche de "electro cumbia". ¡Siempre tengo razón!, pero no sé qué es la electro cumbia y prefiero mi feliz ignorancia. 

Comida, bebida, una barbacoa en llamas que siempre es un buen tema de conversación, un millón de anécdotas, fresas, chocolate, ¡leche condensada! y chuches. 11 primos sentados alrededor de una mesa contando majaderías y riéndonos como si no hubiera mañana. 

¿Nos hacemos fotos haciendo el tonto?
—¿Quieres decir como siempre?
—Si, tú sal con la escoba barriendo... ¡no, espera, la escoba para Moli, que se la ponga entre las piernas y vuele...!
—Muy gracioso Pobrehermano Mayor, muy gracioso. 

Debió serlo porque todos se descojonaron. 

Sentada a la mesa con mi bebida (vino blanco, tinto y Gin tonic por riguroso maridaje con la comida) pensé que no podíamos ser más distintos. ¿Qué tengo que ver yo con mi primo Jimmy, de 29 años? ¿Y con mi primo Ramón que se piró a hacer las Américas y decidió quedarse a vivir en Buenos Aires? ¿Y con Alf que anda por Canadá? Por no hablar de mi prima de 11 años, que me mira como si fuera una vieja loca... porque para ella soy una vieja loca. 

Chuvi, que sepas que tu foto de Linkedin es de mucha vergüenza ajena.
Joder Moli, perdón Miss Harrison, no perdonas una.
Pero ¿cómo es la foto? Enseñadla.
Pues mirad, parece el vendedor del mes en Fotocasa por haber vendido un local comercial en un polígono.
No puedes ser más cabrona. 

No sé qué tenemos en común, ni siquiera sé si tenemos algo ni si quiero saberlo. Me basta con saber que somos familia, que tenemos unos recuerdos compartidos, unos lugares que nos pertenecen a todos y que tenemos la inmensa suerte de que nuestros padres, los que nos hacen ser familia, siguen con nosotros. Me basta saber que nos acordamos los unos de los otros y que nos alegramos de los éxitos de los demás. 

Me basta con sentir que cuando nos reunimos, las risas van a estar asegurada, me voy a encontrar en "casa" y no voy a querer estar en ningún otro sitio más que con ellos. Aunque se metan conmigo. 

A mis primos, con cariño y olor a barrica.

*Más sobre la Molifamilia. 

viernes, 6 de mayo de 2016

Un día en Madrid

9:30 de la mañana y otra vez llego tarde. Bueno, si no hay mucho atasco, si encuentro parking rápido, si me pillan todos los semáforos de La Castellana en verde, tengo una mínima posibilidad de no volver a llegar tarde. Me juro a mí misma que la próxima vez saldré con más tiempo.

En cada semáforo, mientras de fondo escucho una tertulia política absurda, me fijo en la gente que cruza la calle, en los otros conductores, en los edificios. Hubo un tiempo en que la parte norte de la Castellana era mi hábitat, cada día pasaba cuatro veces por esa zona. De tanto pasar dejé de verla, de fijarme. Ahora, esta zona, y de hecho todo Madrid en día laborable, me resulta tan ajeno, tan extraño, que lo miro todo como si fuera guiri.

Toda mi vida he vivido en Madrid pero llevo 16 años levantándome y yendo a trabajar a 100 km de aquí. Hasta este año era rarísimo que estuviera un día laborable en Madrid y por eso, ahora, los días que tengo reuniones, veo la ciudad desde un punto de vista nuevo. Todo esto lo pienso al salir del parking en Colón. Salgo a la calle y veo la bandera gigante, los coches, la escultura de Botero, ¿una rana gigante? ¿Cuándo han puesto esta rana? ¿Es nueva? ¿Lleva mucho tiempo?

Cruzo la calle. Génova, la Castellana entera y voy al hotel dónde he quedado para una reunión. Miro a la gente con la que me cruzo. Gente que corre, que no mira la calle por dónde va, que no me ve. Van pendientes de su teléfono o hablando con los cascos puestos. Ellos, muchos con mochilas. Ellas con un confusionismo estilístico propio del día. En 50 metros de acera me cruzo con dos chicas en sandalias, dos con cazadora de cuero, otra con botas y una con paraguas.

La reunión es con un desconocido que no he visto nunca pero que de manera inexplicable me reconoce en 10 segundos. Lleva mochila. Pido un café con leche y cuando me lo traen es tan espeso que casi tengo que cortarlo con cuchillo. Mi interlocutor devora las galletitas de acompañamiento.

Al salir de la reunión, descubro que tengo un rato libre antes del siguiente compromiso. Decido dar una vuelta, paso por debajo de la rana, me cruzo con unos cuantos niños uniformados de rojo que deben ser de algún tipo de excursión escolar y con gente tan elegantemente vestida que me sorprende. Realmente, en Madrid la gente se arregla para ir a trabajar.

Me doy cuenta de que estoy caminando como si fuera turista, como si no estuviera trabajando, como si todo fuera nuevo, como si no viviera aquí.  Me llama la atención la gente desayunando en las terrazas, gente que ha salido del curro para tomarse algo a media mañana, gente que corre de un lado a otro, sin fijarse en nada, sin verme. Gente que para taxis, que se baja de autobuses, que se mete en el metro. Muchísima gente en bici.

En el paseo de Recoletos está la Feria del Libro Antiguo. Demasiada tentación. Comienzo a pasear y me doy cuenta de que todos los clientes que andan, como yo, curioseando los lomos, subiéndose y bajándose las gafas, consultando listas y preguntando precios, son hombres. Hombres mayores, de más de 65 años, con el pelo blanco, chaquetas de puntos abrochadas y que, por cómo caminan, tienen toda la mañana para pasarla aquí. Muchos van solos, pero otros van en grupo.

—Te digo que eso se llamaba Economía de la empresa en la carrera.
—Pero, ¿cuándo? ¿Cuando estudiábamos nosotros?
—No, cuando dábamos clase. Cuando estudiábamos, ¿qué empresa había? 

A tres casetas de llegar al final... decido que ya está bien. Llevo un botín de 7 libros. Por un momento pienso en hacer cálculos de cuánto me he gastado en este inesperado paseo matutino... pero mando un mensaje de "aborten la misión" a mi cerebro y en su lugar cuelgo el cartel mental de "todos me han costado 6 euros". El tocho de Martín Caparrós que me ha costado 12 me sonríe desde el fondo de la bolsa. Decido ignorarlo.

De vuelta en el coche de camino a otra reunión me doy cuenta de que voy cantando y bailando. Me veo en el retrovisor y descubro al conductor del BMW de al lado descojonándose de mí. No estoy acostumbrada a tener coches cerca, normalmente voy por la autopista yo sola y nadie me ve cantar y hacer el memo en el coche.

¿El desconocido del BMW pensará que tengo pinta de loca? Quizás debería hacerme unas gafas de sol nuevas. Unas que me den un aspecto más "amable". Me encantan las mías, pero Juan dice que me dan aspecto agresivo, que con ellas tengo pinta de bajarme de un coche de policía americano con una fusta.

Sonrío. El desconocido sonríe. El semáforo se pone en verde y nos perdemos. Él al sitio dónde van los desconocidos con los que te cruzas y yo camino de otra reunión. Me alegro de no llevar calcetines.

Madrid está bonito, claro, nítido, casi a estrenar.

Madrid me sienta mal, no congeniamos... pero hay días, algunos, como ayer, en los que nos encontramos, pasamos el día juntas y nos llevamos bien.