Mostrando entradas con la etiqueta Perfiles. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Perfiles. Mostrar todas las entradas

domingo, 17 de diciembre de 2023

17 de diciembre. Veinte años

«Ellos vienen de visita de vez en cuando. Y son, sorprendentemente, unas personas totalmente encantadoras. Te cuesta creer la suerte que tienes de conocerles. Te hacen reír. Hacen que te sientas orgullosa. Los quieres con locura. Han sobrevivido a ti. Y tú has sobrevivido a ellos. Se te pasa por la cabeza que, a ciertos niveles, pasaste horas, días, meses, años sin prestarles suficiente atención pero no le das más vueltas. No sirve de nada. Se ha acabado. 

Todo menos la preocupación. 


La preocupación dura siempre. »

Nora Ephron: El cuello no engaña

Sábado por la tarde. Acabas de salir por la puerta. Has quedado a merendar y luego a cenar con la familia de tu padre. Ayer fuiste a la universidad por la mañana y por la noche tuviste cena con el equipo de fútbol. Esta madrugada me he despertado al escuchar, por el patio interior, el sonido del ascensor. He sentido que eras tú volviendo a casa, pero aún así he cogido el móvil para mandarte un mensaje: «¿dónde andas?» «en el ascensor». Has entrado, me has dado un beso y te has acostado hasta la hora de comer. No te veré hasta mañana. 

Me siento a escribir por tu cumpleaños. Es más difícil cada año que pasa. La primera vez fue en 2008, cumplías cinco años y escribí esto: «Los 5 años de María se me han hecho eternos. No sé si soy mejor persona que antes de que naciera, puede que hasta sea peor, pero por lo menos soy más consciente de todos las taras que tengo como madre e intento disimularlas. A ella eso le da igual, porque le parezco la mejor madre, la más guapa y la más lista… y además sé conducir, que no sé por qué, pero le fascina».

Tus veinte años no se me han hecho eternos, tampoco se me han pasado rápido. No puedo decir eso que es común escuchar de «un día los coges en brazos, parpadeas y ya se han ido de casa». Creo que la mejor medida del paso del tiempo me la da nuestra relación: los años juntas han durado lo que tienen que durar. En estos veinte años tú has pasado de ser una niña que pensaba que yo era «la mejor madre, la más guapa y la más lista» a ser una mujer que me ve como lo que soy, con sus cosas buenas y sus cosas malas. En estos veinte años yo he pasado de ser una pipiola de treinta años, inexperta y agobiada, a ser una señora que se lo toma todo con muchísima calma, pero sigo sin acostumbrarme a ser tu madre. Creía que me acostumbraría a esa identidad, la de madre, pero no: me sigue pareciendo tan ajena como cuando llegué a casa llevándote en brazos y no sabía muy bien qué hacer contigo. Por supuesto que he desarrollado habilidades y, no te voy a engañar, ahora es muchísimo más fácil que cuando las dos teníamos veinte años menos; pero en el fondo, que me pidas ayuda ahora, que recurras a mí cuando tienes un problema, que te rías conmigo, me sorprende siempre. ¿De verdad crees que puedo ayudarte? Esto es retórico, ya sé que sí que lo crees y que la mayoría de las veces cumplo esa expectativa pero, de verdad, me deja sin palabras. 

«Trato de aceptar el misterio de mis hijos, las inexplicables formas en que se alejan de las expectativas paternas, de cómo, por mucho que los conozca o los recuerde, algo en ellos no termina de encajar del todo».  (Jane Smiley: Un amor cualquiera.)

No puedo explicarte lo que siento cuando te veo desde fuera, cuando te miro como si no te conociera y pienso que tienes algo que ver conmigo. La semana pasada, por ejemplo, ibas conduciendo, yo iba detrás, mirándote, y me fijé en tus manos blanquísimas, en tus dedos tan largos llevando el ritmo de la música mientras, al mismo tiempo, cantabas Bohemian Rhapsody. «Es mi hija, es mi hija», pensé. Tengo la misma sensación cuando te veo interactuar con otras personas fuera de nuestro círculo más íntimo: con tus amigas de la universidad, con adultos que no son de la familia, con extraños; me fascina ver cómo te relacionas hacia fuera. Esto es otra cosa que he aprendido en estos veinte años, la multitud de facetas que tienes y de las que yo solo puedo ver algunas. Este año has empezado a trabajar: ¿Cómo eres en tu trabajo? No lo sé. ¿Cómo te ve la gente que trabaja contigo? No lo sé. Es una inmensidad nueva, una puerta en tu vida que yo no veo, que no veré y eso está bien, no pasa nada, pero no lo había pensado hasta este año. 

Nos cruzamos por casa, en el desayuno y en la cena. Cada día me pides que te despierte y, cada día, cuando entro a despertarte, te enfadas. Por la noche, cuando cenamos, estás dicharachera, charlatana, bastante comunicativa; pero luego, rápidamente, te apagas porque estás muerta de sueño. Creo que este año has batido tu récord de sueño, y eso que ya era bastante imbatible. Nos vamos separando, vas cogiendo vuelo, otros caminos, nos cuesta encontrar momentos de encuentro pero los buscamos. Como las Gilmore quedamos a comer, a cenar, para acurrucarnos y ver una peli en el sofá. Hemos viajado juntas a París, a La Provenza, a los Pirineos. Hemos ido al cine, al teatro, a alguna exposición y hemos hablado de política, de amor, de economía, de dinero, de trabajo. Hemos discutido y, otra vez, has llorado de rabia y por esa herida interna de la que no quieres hablar y a la que yo no me puedo acercar hasta que me dejes. Nos hemos reído mucho, sobre todo con Clara, y hemos escuchado muchísima música. Bailando conmigo por mi 50 cumpleaños descubriste a The Police. No lo sabes, no te acuerdas, pero hace también muchos años, al escuchar Everything she does is magic, te escribí esto: «María es etérea y es increíblemente fuerte. Parece frágil y sin embargo aguanta cosas que yo no sería capaz. María es introvertida y sin embargo te lo cuenta todo sin la menor malicia. Sufre pero disimula. Siempre es consciente de todo lo que le rodea. Sufre y disfruta y todo se le nota. La miras y no te la crees». 

1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20. Hoy cumples 20 años, soy yo la que me quedo fascinada viéndote conducir y cuando te miro sigo sin poder creer que seas mi hija. 

Feliz cumpleaños, Princesa de los Ojos Azules. 

domingo, 24 de septiembre de 2023

Decir adiós a tus perros

«Seguro que me preocupó que escribir acerca de ello fuese un error. Escribes algo porque esperas controlarlo. Escribes acerca de experiencias en parte para comprender lo que significan, en parte para no olvidarlas con el tiempo. En el olvido. Pero siempre está el peligro de que suceda lo contrario. Perder el recuerdo de la experiencia en sí en el recuerdo de escribir sobre ello. Como la gente cuyos recuerdos de lugares a los que ha viajado son de hecho solo recuerdos de las fotografías que tomaron allí. Al final, la escritura y la fotografía probablemente destruyen más del pasado de lo que sin duda lo conservan. Así que podría suceder: al escribir sobre alguien a quien has perdido —o incluso nada más que hablar demasiado sobre ese alguien— puede que lo estés enterrando para bien» (El amigo, de Sigrid Nunez)


El jueves volví a casa en el 688 que pasa por delante de la clínica veterinaria donde llevamos a Tuca y a Turbón el 30 de julio. Pasé por delante y se me saltaron las lágrimas. No sé por qué. No era la primera vez que pasaba por delante desde aquel día, de hecho había pasado esa misma mañana por delante de camino al trabajo. ¿Por qué se me saltaron las lágrimas en ese momento? Por los detalles. Hace muchos años escribí que, antes de que nos pase, creemos que la ausencia de alguien querido estará en los grandes momentos: la primera Navidad, el primer cumpleaños sin esa persona, la ocasión especial que siempre celebraba. Cuando te pasa, cuando se muere alguien cercano, te preparas para esas ocasiones, planeas dónde estarás, qué harás, si prefieres despejar el día para pasarlo llorando o eres más de llenarlo de actividades que te distraigan. Después descubres que el mayor vacío no está en esos grandes momentos: está en los detalles, en las pequeñas ocasiones para las que no te puedes preparar y que, cuando te asaltan, te dejan noqueado. Eso me pasó el otro día.

Pasar por delante de la clínica donde tuvimos que dormirlos, los petardos en fiestas y los truenos de las tormentas de las últimas semanas que ya no asustan a Tuca, los restos de comida con los que ya no podemos hacer «comida para los perros», el jersey que saqué del armario y está lleno de sus pelos blancos, abrir la puerta de casa y no verlos tumbados en el jardín mirándome con cara de «ya era hora de que vinieras», no verlos nada más levantarme mientras me preparo el desayuno pero seguir buscándolos con la mirada como si fueran a aparecer. Esos detalles delimitan el hueco que han dejado en casa. 

Los echamos mucho de menos. María pidió quedarse con el collar de Turbón. Es ancho, de cuero marrón y con una gran hebilla y lo tiene colocado en la mesilla, al lado de su cama. Le da miedo que se le olviden. Al día siguiente de dormirlos me mandó un mensaje y me pidió que escribiera algo, que contara todo lo que recuerdo de ellos porque «mamá, tengo miedo de que se me olviden». Le dije que no se preocupara, que no iba a olvidarlos, que los recordaría siempre y cuando menos lo esperara. Le dije también que le escribiría algo. No lo he hecho hasta ahora. 

Siempre hemos tenido perro. Siempre he convivido con perros, más o menos intensamente. Morris, Don, Fergus, Dunia, Otto, Capo, Bronco, Patas, Peter y Tuca y Turbón. De todos recuerdo algo y por unos más que por otros sentí pena cuando murieron. A pesar de esto, y de no comparar jamás la muerte de un perro con la de un ser humano querido, sé que Turbón y Tuca eran especiales. Son los perros con los que mis hijas han crecido. Son ellas las que hace casi doce años los sostuvieron por primera vez en brazos, cuando no eran más que unas bolas de pelo blanco. Para ellas han sido sus compañeros de juegos y de mimos. María, que es alérgica a los perros, se ha rebozado con ellos, se ha dejado lamer, los ha acariciado hasta tener un ataque de asma y correr a lavarse las manos y tomarse una pastilla. Han jugado juntos, han paseado y los han consolado cuando se asustaban con los truenos. Lo que más les gustaba a los cuatro era el ritual de la mañana: Tuca y Turbón en la puerta de la cocina esperando su desayuno; las niñas, en pijama, con un trozo de pan duro en la mano diciéndoles: «sentados, despacio… » y dándole primero a Tuca y luego a Turbón. Los perros, como los niños, aman las rutinas. Ahora no sabemos qué hacer con el pan duro. La bolsa donde lo guardábamos cuelga en su gancho llenándose cada día porque ya no repartimos mendrugos cada mañana. Otro detalle.

Eran los perros de todos. Mi madre decía que eran suyos porque la casa es suya, pero eran de todos nosotros. A cada uno nos hacían compañía de una manera diferente y aunque jugábamos a «¿De qué equipo eres? ¿Eres team Tuca o team Turbón?», éramos de los dos. Estaban siempre con nosotros para que los acariciáramos sin fin, nunca se cansaban de los mimos. No eran sutiles ni delicados pidiendo mimos: te metían la cabeza bajo el brazo mientras leías en el jardín o te daban con su pataza para que, en el supuesto de que no los hubieras visto echándote el aliento, te percataras de que estaban ahí y querían sus mimos. Por Borja sentían devoción y él por ellos. 

Alguna vez fueron jóvenes y corrían por el jardín al anochecer persiguiéndose el uno al otro, o acechando ardillas o ladrando a los gatos que intentaban colarse en sus dominios. Corrían también cuando los sacábamos de paseo, iban y venían de un lado a otro, adelantándose y retrocediendo para no perdernos de vista. Les gustaban los charcos, el frío y la nieve. La nieve los volvía perros amarillos. Otro detalle. Al final se hicieron mayores, muy mayores, y ya no corrían al anochecer, ni acechaban ardillas ni podían perseguir gatos. Tampoco podían correr en los paseos que cada vez se fueron haciendo más cortos y si hacía mucho frío agradecían entrar un rato en casa y tumbarse en la alfombra a dormitar. Otro detalle que echaremos de menos cuando llegue lo más crudo del invierno.

Murieron el 30 de julio. De alguna manera estábamos preparados para Turbón. Llevaba un par de años renqueando, con dolores, problemillas y las rodillas cada vez peor. Se hizo viejito y, aunque seguía teniendo ganas, el cuerpo no le respondía. Se quedó sordo, pero eso le procuró muchísima felicidad y menos preocupaciones. De los paseos, cada vez más cortos, volvía agotado. Estábamos preparados para que él se apagara en cualquier momento. Y ese momento llegó el 29 de julio, sábado, cuando dejó de moverse. Se tumbó cerca de la mesa de la cocina y solo nos miraba con los ojos cubiertos por una veladura blanca: «No puedo más». Llamé a las niñas y les dije: «venid, porque Turbón se está yendo». «Seguro que cuando nos vea se anima», dijo Clara con ese optimismo que lleva por bandera. Cuando llegaron no se animó, ni se levantó, y ellas se derrumbaron a llorar. No querían despegarse de él, le llevaban agua y le acercaban comida pero él sólo nos miraba. Por la tarde consiguió levantarse con sus últimas fuerzas, dar la vuelta a la casa y tumbarse en el porche. Seguimos a su lado hasta que nos fuimos a dormir, con la loca esperanza de que al día siguiente estuviera mejor, que volviera a ser el mismo: un perro viejito. Tuca, mientras tanto, que hasta ese día estaba bien, se había tumbado y tampoco quería moverse, ni comer, ni beber. Nada. No se acercaron. Eso nos rompió el corazón. Siempre estaban juntos, pegados, lamiéndose… y cuando llegó el momento se separaron. 

A la mañana siguiente, domingo, estaba claro que no había nada que hacer, así que, los lavamos, los cargamos en unas mantas y los metimos en el coche para llevarlos al veterinario. Sabíamos que íbamos a despedir a Turbón, pero con Tuca íbamos pensando en que la revisaran y vieran qué le pasaba («hasta ayer estaba perfecta»). Resultó que no, que no estaba perfecta, que tenía un tumor enorme en el hígado y que tampoco se podía hacer nada por ella más allá de operarla, ingresarla y que tuviera unos días más. «No, eso no vamos a hacerlo».

«Tomaos todo el tiempo que necesitéis». 


Necesitamos mucho tiempo. No sé cuánto. Íbamos de una sala a otra, despidiéndonos, decidiendo a cual dejábamos ir primero. Fue durísimo y a la vez bonito. Les dijimos que les queríamos, que eran los mejores perros del mundo, los más guapos, los más listos, los más bonitos, los más amorosos. Les dimos besos, les abrazamos y a María le dió asma. Les quitamos los collares y nos los llevamos de recuerdo. 

Y nos fuimos a casa sin ellos, con su olor en el maletero del coche y su ausencia al abrir la puerta de casa. Ha pasado un mes y medio y van llegando los detalles. Llegarán más y su recuerdo dejará de doler para ser solo alegría de haber compartido con ellos estos doce años. «Nunca tendremos unos perros como éstos». No, no serán como éstos, serán otros y todo será distinto pero igual de bueno. Perder un perro no es como perder una persona querida. Sólo puedes tener un padre, ese hermano, esa madre... pero perros puedes tener muchos y todos te darán algo. 

María no lo sabe todavía, pero será así: tendrá más perros en su vida, todos le darán alergia y todos le dejarán huella. Pero nunca olvidará a Tuca y a Turbón, estarán siempre en los detalles, en los que cree tener y en los que la asaltarán, cualquier día, mañana, dentro de una semana, seis meses o cinco años, cuando menos lo espere y piense “os echo de menos, perros guapos”. 

Ella no lo sabe pero los detalles no dejarán que llegue el olvido.


Si quieres recibir las entradas en tu correo te puedes suscribir aquí.




sábado, 19 de agosto de 2023

Dieciocho años

 «It’s a thrill beyond imagination having a grown child emerged as a fully developed human being with their own ideas and their own radical Thinking. Seeing them challenging you it’s like the Aurora Borealis or something. It's like watching the sky shimer». Ethan Hawke.

Preparando tu regalo de hoy, las más de cuarenta cartas que te he escrito recuperando textos que te he dedicado en tus dieciocho años, me encontré con un montón de historias y anécdotas que no recordaba, como cuando me dijiste hace unos años: «Mamá, ¿te das cuenta de que porque hace unos años papá y tú os enamorasteis yo tengo que ir ahora todos los días al colegio? Me parece injustísimo». A mí también me lo parecía, puedo decírtelo, pero sobre todo es que estaba harta del colegio. Ha sido un año cansadísimo, agotador, pero ya, por fin, se acabó para siempre el colegio en nuestra familia. 

«Mamá, quiero ser una mujer culta». Éste era uno de tus propósitos al volver de Estados Unidos el año pasado y nos hemos empleado a fondo para conseguirlo. Hemos ido al teatro casi cada mes, exposiciones, espectáculos, documentales, charlas y Rousseau, sobre todo Rousseau. El pensador ginebrino es ahora una constante en nuestra vida: hablamos de él en el desayuno, en la comida, en la cena, y fue uno de tus objetivos cuando fuimos a París: ¡dos veces tuvimos que ir a su tumba! Además, te cayó en la EBAU porque, además de querer ser una mujer culta, este año has sido una mujer con mucha suerte. Quiero dejar escrito aquí, para que no se nos olvide, que aprobaste matemáticas en la EBAU a pesar de que tu respuesta a un problema del examen fue 248,5 buñuelos. Tu hermana María casi se ahoga de la risa en la cena cuando nos lo contaste. 

El año pasado empecé tu post diciendo que estabas feliz y que en algún momento no estarías feliz; pero no sabía, como tu siempre dices que no sabemos, que esos momentos tristes te llegarían poco después, muy poco después y que se me partiría el alma viéndote sufrir, sabiendo que se te pasaría pero siendo incapaz de transmitirte esa sabiduría, la tranquilidad que da saber que lo que te estaba pasando se terminaría más pronto de lo que creías. Me costó que creyeras que ese «vas a estar bien» era de verdad, que iba a ocurrir. No sé casi nada de tu futuro, pero esto sí lo sabía. 

Y ocurrió. Estás feliz, en breve empieza tu etapa universitaria y estás pasando el verano de tu vida. El caminito de recuerdos que he recorrido estos días preparando tu regalo me ha hecho darme cuenta, una vez más, de que lo que no se apunta se olvida; así que quiero dejar aquí apuntado que durante todo este año mantuviste el suspense sobre lo que ibas a estudiar. «No lo sé todavía, es un problema de Clara del mes de junio y estamos en febrero». «Que no lo sé. No lo he pensado. Es un problema de Clara del mes de junio y estamos en abril». «Que no lo sé. No lo he pensado. Es un problema de Clara del mes de junio y estamos en mayo». Ahí recuerdo que te dije: «Yo creo que ya va siendo hora de que le demos un empujón al tema para que Clara de junio no se encuentre con este problema de sopetón». 

«Mamá, desengáñate. No voy a estudiar Historia, Filosofía o Arte. Voy a matricularme en Gestión Aeronáutica». Otra sorpresa, otro fuego artificial, otra estrella fugaz, otro fuego fatuo que me pilló por sorpresa. ¿Qué es Gestión Aeronáutica? Lo descubriremos, supongo, en breve. 

En la cita que he puesto encabezando este escrito Ethan Hawke explica la increíble emoción que supone ver como tu hijo, tú en este caso, se convierte en un adulto con pensamientos, ideas y creencias propias. Así es: verte echar a andar, empezar a hablar, a leer, a escribir o a ir sola al colegio fueron grandes momentos, pero fueron algo puntual: un día no sabías andar y al día siguiente corrías. Lo de ahora es diferente: has llegado a los 18 años y cada día contigo es un aliciente. Nunca dejas de sorprenderme y tienes el mismo efecto en tu hermana, en tu padre, en tu familia y amigos. No te acabas nunca y, como dice Ethan, es como ver la aurora boreal o una lluvia de estrellas fugaces. Estar contigo me enfrenta a lo incomprensible, a lo inconmensurable de tener un hijo. Os lo he explicado a ti y a María varias veces pero lo repito: cuando uno tiene un hijo cree que sabe cómo será, cree que podrá moldearlo, darle forma y sustancia y, después, aprende que estaba equivocadísimo, que eso no se puede hacer. Un hijo es una persona independiente al que podrás enseñarle algunas cosas (entre las más importantes: modales, educación y a saber que no se dice «delante nuestro») y otras no (a colocar el rollo del papel higiénico) y con el que podrás compartir con suerte algunos de tus gustos o aficiones, pero no todos. Aprendes también que el amor que se siente por un hijo, por ti hoy, crece con los años: cuanto más difícil es quererlos, más se les quiere. Esto no es una señal para que te aproveches y te vuelvas insoportable. 

«Se le pasa la fresa» cuando querías decir que a alguien «se le pasa el arroz». «Yo cocino y tú limpias mis ensucios». «Mamá, me ha encantado Barbie, he salido feliz de ser mujer y pensando que la vida es maravillosa y si a ti no te ha gustado es que no la has entendido». Frases, conversaciones, ideas, que me persigas por casa cuando te aburres para que te cuente cosas, tus «mamaaaaaaaa» en el whatsapp que sé que siempre vendrán seguidos de una petición. 

Me encanta estar contigo. He aprendido tantísimo viéndote crecer y acompañándote que no puedo esperar a ver que descubrimos este año juntas y cómo me asombras. 

Gracias por el asombro. 

Feliz cumpleaños, princesa pequeña. 


sábado, 17 de diciembre de 2022

Diecinueve años




«Mamá, déjame ser irresponsable. Ya lloraré más adelante», me dijiste el otro día entre risas mientras cerrabas la puerta de tu cuarto para tirarte en la cama a ver TikTok hasta caerte dormida en una de tus interminables siestas. Salí de tu cuarto riéndome por la frase y decidí apuntarla, igual que hacía cuando eras pequeña, para que no se me olvidara. Pensé también que, como cuando eras pequeña, cuidarte, ser tu madre, consiste básicamente en enseñarte, darte consejos, advertirte para, después, dejar que hagas lo que quieras con esa información. Unas veces funciona y te sale bien, igual que cuando no te caías en el tobogán y, otras, sale mal y lloras como cuando perdiste el Apple Pen en el aeropuerto de Seattle. No lloraste de pena, ni por dolor, sino porque sabías que me tenías que haber hecho caso cuando te dije: «no lo abras hasta Madrid», pero tu pulsión tecnológica fue superior a ti y yo te dejé ser irresponsable. «Te lo dije» 

Confieso que dejarte ser irresponsable ahora es bastante más llevadero que cuando eras pequeña. Para empezar, ahora tus estudios son tu responsabilidad; tú te organizas, tú te lo guisas y tú te lo comes. No es que alguna vez hayan sido mi tarea, pero antes fingía que me preocupaba muchísimo que suspendieras y no te esforzaras. Ahora no sé ni qué asignaturas tienes y todo parece ir bien. Te veo estudiar, sales de casa con pinta de ir a la escuela y hasta he conocido a compañeros tuyos. Todo parece correcto y, aunque sé que así, sobre esa falsa confianza, es como se construyen las grandes historias sobre universitarios que pasan mil quinientos años estudiando sin que sus padres sepan que no aprueban nada, por ahora he decidido confiar en ti y creérmelo todo. También me he liberado del todo en cuanto a tu ropa, tu cuarto o tu caos. Sé que el poco control que ejerzo impide que te quedes sin ropa limpia en el armario, que cambies la sábanas de tu cama y que te alimentes de algo más que desayunos. Fantaseo a veces con dejarte completamente libre en ese aspecto y comprobar hasta dónde podrías llegar en esa espiral de dejadez absoluta. No todo el mundo sirve para eso ni para conseguir, como haces tú cada día, hacer la cama y que parezca siempre que sigues dentro durmiendo. Eso es un don. Me impresiona también que con diecinueve años no sepas cocinar nada. ¿Por mi culpa? No tengas la desvergüenza ni de mencionarlo. No cocinas porque eres una vaga y porque, como he dicho antes, solo comes desayunos si no te lo dan hecho. ¿Quieres que te recuerde cuando el otro día llegué a casa, te pregunté si querías comer, me dijiste que no y cuando yo estaba sentada, comiendo mis maravillosas judías pintas con arroz, viniste a husmear y acabaste comiendo directamente de mi plato? ¡Tu vaguería es tan extrema que no habías comido por la pereza de poner la comida en un plato y calentarlo en el microondas! 

Este año hemos vivido seis meses como si fueras hija única y, aunque no lo digas, sé que lo disfrutaste bastante. Fuimos a Berlín y, sin decírselo a nadie, me puse una medallita por haberte enseñado a viajar, a sentir curiosidad, a querer verlo todo y llegar a los hoteles cansada, hambrienta y con los pies destrozados pero feliz por haber aprovechado el día al máximo. Por mi cumpleaños me pusiste un caminito de chuches y me compraste regalos aunque luego te fuiste a esquiar y te perdiste mi celebración. Sigues jugando al fútbol, has empezado a jugar al rugby y has vuelto a nadar. Nos fuimos al otro lado del mundo, en el viaje de nuestras vidas, y disfrutamos como enanas. Hiciste mil quinientas fotos que TODAVÍA no has tenido tiempo de subir al álbum compartido de Google y grabaste mil vídeos porque ibas a hacer un montaje molón del viaje que ahora te da pereza hacer. “Luego”, “mañana”, “el lunes”, “la semana que viene” y “cuando acabe los exámenes” son tus respuestas para casi todo lo que te pido. “Ahora”, “ya”, “rápido”, “es urgente” y “mamaaaaaaa” son las palabras que más aparecen en los mensajes que me envías de manera espontánea, casualmente siempre para pedirme algo. Si son para responder a uno mío, lo más utilizado es: “sí”, “nada”, “bien”, “en casa” y “¿qué había de comer que no me acuerdo?” No quiero dejarme “no seas dramática”, que es lo que me dices cada vez de que me quejo por, según tú, tonterías. Tu mayor logro, aparte del de seguir acumulando records guiness en horas de sueño continuadas, ha sido sacarte el carnet de conducir. Te lo propusiste como meta para junio y ahí estabas, el 28 de junio aprobando a la primera el práctico. A pesar del respeto que te daba al principio, cuando te enseñé los rudimentos de la conducción el año pasado, te has convertido en una conductora bastante decente para llevar solo unos meses y, lo mejor, no te da miedo conducir por Madrid. Ahora solo falta que yo consiga relajarme del todo cuando voy de copiloto y dejaremos de gritarnos en el coche. 

Creo que todo va razonablemente bien.

Me exasperas a veces, yo te crispo otras, pero nos llevamos bien. El otro día me dijiste que no te conocía para nada y aunque te confieso que, en un primer momento, me sentó mal y a punto estuve de decirte «tú que sabes, niñata», más tarde pensé que, de alguna manera, podías tener razón. No es que no te conozca nada: sé como suena tu risa, como son tus pasos cuando estás cansada y sé solo con oír como metes la llave en la puerta si vienes con ganas de contarme cosas o te vas a ir directamente a la cama. Sé cuándo estás contenta y la temperatura que tienen tus manos cuando te levantas por la mañana. Sé cómo vas a colocar la comida en el plato y cuándo estás de mal humor y es mejor ni mirarte. Sé también cuándo algo que te voy a decir va a hacer que te hagas la digna y la ofendida. A pesar de todo eso hay mucho de ti que desconozco y me parece bien. Una de las cosas más absurdas de la vida es la idea de que las madres lo sabemos todo, poseemos una sabiduría ancestral, casi mágica que nos hace todopoderosas y tener respuesta para cualquier cosa. No es verdad. Como he dicho un millón de veces, en mi relación contigo todo es la primera que vez que me pasa, que nos pasa juntas y siempre estoy improvisando. Te conozco por los diecinueve años que llevamos juntas pero no sé que harás mañana, qué pensarás, qué vas a sentir, las opiniones que vas a desarrollar o las amistades que tendrás. Me parece bien no saberlo todo, saber que me queda mucho por descubrirte y que al revés funciona igual aunque tú, ahora mismo, no tengas la misma curiosidad. Todavía no, ya te llegará. 

Felices diecinueve, princesa de los ojos azules. A tus diecinueve años no les voy a pedir imposibles como que dejes de fingir que no sabes poner la lavadora y lleves al tinte ese abrigo que lleva un mes colgando en la puerta de tu armario . A tus diecinueve años y a ti solo os pido que nos hagamos más fotos juntas. A poder ser sin que hagas el tonto. Me gusta vernos juntas. 


martes, 1 de noviembre de 2022

Veinticinco años: el duelo es como el vino




Hoy es, otra vez, 1 de noviembre. Otra vez toca contar los años desde que mi padre murió, tal día como hoy, mientras paseaba por el valle de Lozoya con mi madre y sus amigos. «Creo que los churros que hemos desayunado me han sentado mal» dijo y se desplomó. Su amigo Cecilio, médico, que iba con ellos, intentó reanimarlo pero fue imposible. Siempre nos ha dicho que el infarto fue tan fulminante y tan masivo que aunque le hubiera dado en un hospital no hubiera sobrevivido. No sé si es verdad pero me da igual. Morir sin enterarte, en medio de las montañas y rodeado de tus amigos me parece una muerte envidiable, algo a lo que todos deberíamos aspirar. 

En 2008 escribí por primera vez sobre él y lo he seguido haciendo cada año desde entonces, (el año pasado hice un poco de trampa y solo lo puse en IG, muy mal por mi parte). Hoy se cumplen veinticinco años desde que en mi vida, y mucho antes de haberlo leído y de que le ocurriera a Joan Didion, me senté a cenar y la vida que conocía se acabara. En mi caso, era media tarde,  porque todavía quedaba un poco de luz a pesar del cambio de hora y estaba sentada en el sofá, viendo la televisión, en nuestra casa de Los Molinos. Recuerdo cada detalle y como, nada más ver entrar a mi madre y a Cecilio, supe que algo iba mal. Muy mal. 

«Papá ha muerto»

He estado escuchando All there is with Anderson Cooper. Cooper, periodista de la CNN, perdió a su padre con diez años. Cuando tenía 21 años, su hermano de veintitrés se suicidó. Su madre, murió en 2019, con más de noventa años, dejándole dos apartamentos para recorrer y recoger. Al abrir los cajones, los armarios, recorrer las estanterías, encuentra cartas y notas de su madre. «Andy, esta es la ropa que llevaba puesta el día que tu hermano se suicidó delante de mi», «Andy, estos son los pijamas de tu padre». En otro de los episodios, Cooper charla con Stephen Colbert, otro periodista americano famoso, que perdió a su padre y a dos de sus hermanos (eran once) en un accidente de avión cuando él tenía diez años. Colbert, guarda desde entonces un cinturón, que perteneció a su hermano Peter, y que ha acarreado de casa en casa durante cuarenta y cinco años. Nunca lo ha usado, no lo mira, pero cada vez que se muda, se lo lleva y lo cuelga en su armario. Mi madre durmió durante años con el pijama que mi padre se quitó la mañana en que murió. Para Anderson su padre siempre tendrá cincuenta y dos años y para Colbert sus hermanos siempre estarán saliendo para ir a jugar al baseball. Para mí, mi padre vive en una época en que los teléfonos móviles eran como mesillas de noche, José María García importaba, usábamos callejeros y me dice: «pásalo bien, mañana nos vemos» mientras me despido de él para ir a una exposición de escultura clásica en el Prado. 

«The enormity of the room whose door has quietly shut».

Antes de que te pase a ti crees que el duelo será agudo unos días, unas semanas, unos meses, un año como mucho. Crees que será un dolor que podrás tolerar, con el que podrás convivir porque, al fin y al cabo la gente lleva muriéndose toda la vida y la humanidad ha sobrevivido. Crees que será algo que tendrás en una esquina de tu vida y que acabará cogiendo polvo y telarañas y cayendo en el olvido. Cuando llega a tu vida te das cuenta de lo que equivocado que estabas y sientes que ese dolor te acompañará para siempre y jamás podrás superarlo. Piensas que nadie ha sentido un duelo como el tuyo, es tan grande y tan inesperado que no puedes entender como la gente vive con algo como lo que tú estás sintiendo, así que el tuyo tiene que ser el peor del mundo. Lo que no sabes, porque hablamos poco de duelo y luto, es que lo que te está pasando es lo que te tiene que pasar.   Te das cuenta de que  que quieres hablar de ello. Descubres que contarlo y que la gente lo sepa, te ayuda, te consuela, descubres que lo único que necesitas es que los demás sepan que estas sufriendo, que alguien sepa por lo que estás pasando consuela, reconforta.

«Aceptar el sufrimiento no es una derrota. Creemos que podemos ganar al duelo, creemos que podemos arreglarlo, pero no es verdad. Lo único que podemos hacer es experimentarlo y para eso tienes que aceptar que es real, que la pérdida es real. Tenemos miedo del dolor, creemos que el duelo es una forma de muerte, y queremos estar por encima, nos negamos a experimentar cosas malas pero el dolor no es algo malo, es la reacción hacia algo malo. El dolor es un proceso natural que tiene que ser experimentado, o soportado, aunque esa palabra no me gusta porque significa que hay algo de resistencia por tu parte y no puedes ganar al dolor porque eres tú el que te duele. Tu conoces todos tus resortes, todos tus secretos, nunca puedes rodear tu dolor». (Colbert)

Veinticinco años después de aquel 1 de noviembre me descubro asintiendo al escuchar este podcast, sintiéndome acompañada. Stephen Colbert comenta que cuando ocurre la pérdida crees que ese dolor durará para siempre pero no es así. El dolor cambiará a lo largo de los años porque tu dejarás de ser un niño de diez años, en su caso, o una joven de veinticuatro como era yo. El dolor cambiará como el vino, y se transformará en una especie de sabiduría sobre ti mismo y sobre la vida que te permite hablar del duelo cuando otros lo están pasando.

«Lo primero que se me olvidó fue su voz. No quiero que se me olvide nada más» 

Cada año creo que no tengo nada más que decir y cada año encuentro algo. Como dice Colbert, el dolor cambia y se transforma perolos recuerdos, la memoria, los detalles y la sensación de pérdida por todo lo que has dejado de compartir queda para siempre. Escribo estas entradas para contar esos detalles, para no olvidarlos. Me acompañarán toda la vida, me hacen quien soy y me ayudan a acompañar a otros. 

viernes, 19 de agosto de 2022

Diecisiete años

«Mamá, es horrible. No quiero cumplir diecisiete años. Quiero quedarme para siempre en los dieciséis» me dijiste hace una semana. No sé que te contesté pero le he estado dando vueltas. Por un lado me asombra que quieras quedarte en los dieciséis, yo no volvería a los míos ni loca, los recuerdo como una etapa horrible, llena de inseguridades, de miedos, de incertidumbre y de tener que esforzarme continuamente para ser algo, ¿qué? No lo sé. Ser como mis amigas del colegio, como mis amigos de Los Molinos, como lo que querían mis padres.

«Mamá, este es mi post de cumpleaños. No te pongas a hablar de ti» Esto no me lo has dicho pero cuando te pongas a leerlo sé que habrás llegado aquí y lo estarás pensando. Sigo. Me sorprende que quieras quedarte en los dieciséis y también me alegra. Por dos motivos. El primero es que algo estaré haciendo bien cuando tú no sientes ni inseguridad, ni miedo, ni incertidumbre en plena adolescencia. «Hombre, a lo mejor es por cómo soy yo» Sí, sí. Claro que tiene que ver con como eres pero algo tendrá que ver cómo te hemos criado, educado y acompañado así que me pongo una medallita. «Mamá, sigues hablando de ti» El segundo motivo por el que me alegra que te resistas a cumplir diecisiete es porque obviamente enviarte a Seattle a pasar tus dieciséis fue un acierto y un éxito, no podía haber salido mejor y estoy feliz por ti. Pero claro, yo no sería yo sino me preocupara y me dices que no quieres cumplir más y yo entro en una espiral de ansiedad pensando que en este año escolar que comenzará pronto «Ay, mamá, de verdad, que todavía quedan tres semanas, déjame descansar tranquila» vas a estar a disgusto, vas a pasarlo mal, vas a apagarte.

Apagarte. Eso es. A mitad de este post he conseguido agarrar la idea. Clara brillas. Estás tan contenta, tan feliz, tan ilusionada con todo que no puedo dejar de mirarte. No quieres tener diecisiete y no los tienes, cuando estas radiante, como ahora, vuelves a tener cuatro, ocho, diez.  Cuando estás contentísima, como ahora, se te pone cara de pilla, se te escapa la sonrisa y bailas igual que cuando con cinco años te disfrazabas, cada tarde, y bailabas por toda la casa. Cuando haces planes, y tienes mil para este otoño, resplandeces con la misma luz que repartías cuando escribías tu carta a los Reyes Magos.

Siempre has sido una optimista, una «feliciana» de la  vida, una entusiasta. Lo eres tanto, tantísimo, que cuando las cosas no salen bien, cuando discutimos a tu alrededor, cuando te entristeces por algo que has percibido como una injusticia, te mustias. Si tu vida fuera una peli de Pixar, tu personaje pasaría a verse en blanco y negro. Tú no lo percibes, pero en un minuto te vas a gris, los ojos se te vuelven mate y se te congela el gesto. Creo que percibes que algo doloroso va a llegar y tienes que hacer algo para pararlo, para impedir que te arrase y  arrase con tu alegría, con tu manera de mirar al mundo.  Ese algo que haces es sacar tu rabia. Nunca lloras. No lo hacías de pequeña ni lo haces ahora. Nunca lloras de pena, siempre lloras de rabia. Ahora ya no lloras pero noto como te concentras en empujar esa oleada desde tu estómago hasta tu cara para parar el ataque.

 No te pasa mucho, intentas esquivar siempre aquello que crees que va a apagarte y cuando no es posible, tras el apagón inicial, coges ese algo, lo que sea, y lo moldeas para encajarlo en tu optimismo. No sé decirte si es una buena estrategia vital o no pero es la tuya. Si alguna vez tienes que ajustarla, ya lo harás.  Lo que creo saber o es que tu deseo de quedarte en los dieciséis es un anhelo por permanecer en un lugar en el que has sido inmensamente feliz. Quizá pienses que lo que ocurra en los próximos doce meses no puede ser tan bueno, tan estupendo, tan perfecto como han sido los anteriores. Lo van a ser. Porque lo que ha hecho tu año perfecto no ha sido estudiar en USA, ni estar un año fuera de casa, ni toda la gente que has conocido, ni apuntarte a coro, a teatro y aprender a pescar, ni nuestro viaje. 

Has sido tú.

Siempre has sido tú. No conozco a nadie que ponga más ahínco en ser feliz, en encontrar cada día, cada semana, algo que le haga ilusión, que le interese, que le apetezca, un propósito, una intención.  Puede ser cualquier cosa, desde lo más grande a lo más pequeño, pero lo buscas, lo encuentras, lo disfrutas y brillas. Tus días nunca son iguales y estar contigo mientras los recorres es siempre una sorpresa.

Felices diecisiete, princesa pequeña. Van a ser espectaculares. Sigue brillando.

«Mamá, ha sido un poco cursi. Pero bien»

viernes, 17 de diciembre de 2021

Dieciocho años


Ya está. Ya hemos llegado. ¿Y ahora qué? ¿Qué se hace con una hija de dieciocho años? ¿Qué te escribo? ¿Qué te digo? No me preocupa avergonzarte porque ya sé que no lo hago. ¿Te acuerdas de todas esas personas que me decían: «cuando sean mayores y vean lo que dices de ellas, ya verás»? No te acuerdas pero estaría genial decirles a todas: Ya son mayores y les encanta todo lo que he escrito de ellas. A lo que iba, que no sé que escribirte y el motivo no es la vergüenza ni el ridículo. La razón de mi parón creativo es que llevo dos semanas copiándote en un cuaderno todos los posts que te he escrito por tu cumpleaños durante catorce años y he descubierto, bueno, más bien he comprobado, que me repito. Me he propuesto en esta entrada no decir que tienes los ojos azules, ni que me encanta tu risa, ni lo orgullosa que estoy de ti, ni lo fuerte que eres, ni que eres la persona cuyo dolor me causa más tristeza ni la persona que más me conmueve. Vaya, ya lo he dicho. 

Dieciocho años. Uno detrás de otro. Tampoco puedo decir lo que he dicho siempre, que no se me ha pasado rápido. Eso también lo he repetido mil veces. Me gustaría viajar en el tiempo a diciembre de 2003 y a mi yo de aquel día, a mi yo que te había vestido con un pijamita blanco y un abriguito con capucha puntiaguado con el que parecías un gnomo, a mí yo que te miraba pensando "parece una estrella de cinco puntas". A ese yo, al que tenía 30 años y pensaba «¿cuando hará algo? ¿cuándo podré interactuar con ella?», me gustaría susurrarle «espera seis mil quinientos setenta días y verás». 

Acabo de caer en la cuenta de dos cosas: que nunca he contado que caminas con los pies a las dos menos diez y que ya sé lo que mi yo de 30 años pensaba cuando te miraba. Hasta hoy creía que suspiraba por verte crecer, porque hicieras algo. Ahora lo he visto claro, he tenido una epifanía, mi yo de 30 años quería saber quién eras, quién ibas a ser. 

Hoy, después de esos seis mil quinientos setenta días, ya sabemos quién eres.  Todos estos años han sido una especie de unboxing eterno, un desembalaje por adición y no por sustracción. De aquella pequeña estrella gritona de color gris (sí, cariño, cuando naciste eras gris) has ido creciendo y sumando experiencias y situaciones y vidas y dramas y alegrías y dolores y secretos y quiero creer que algo de lo que yo he hecho, hasta llegar a donde estás hoy, a lo que eres: una mujer increíble. 

Ya sabemos quién eres y estamos felices. En este año tan raro en el que nos hemos convertido en Las chicas Gilmore porque nos pasamos el día corriendo y reservándonos ratos, para estar solas, en los que no nos da tiempo a contarnos todo lo que queremos, vamos a disfrutar de haber llegado hasta aquí. Es impresionante verte, verte saber quien eres y disfrutarlo. Te aseguro que eso no le pasa todo el mundo. Has llegado a la Universidad y estás como si te hubieras quitado un peso de encima, como si hubieras alcanzado una meta, como si hubieras llegado a dónde querías. Es mágico verte tan contenta. A partir de ahora solo te queda ser cada vez más tú, cada vez más increíble y especial. Sé que vas a decir que eso lo dicen todas las madres pero también sé que sabes que eso da igual, lo importante es que te lo diga la tuya. 

Dieciocho años hasta aquí. Ha sido un camino chulísimo y lo he dejado lleno de miguitas de recuerdos y notas para que no se nos olvide nunca, para que puedas recordar siempre como llegaste a ser quien eres.

Felices dieciocho, princesa de los ojos azules. Creo que desde el año en que te regalamos un pijama de Spiderman ningún cumpleaños te ha hecho tantísima ilusión como este. Disfrútalo. Ya puedes hacer tu propios bizum.

¿Puedes empezar a cerrar la puerta del baño, por favor? Yo creo que como broma de la infancia ya es suficiente.

jueves, 19 de agosto de 2021

Dieciséis años a distancia


«Eso es un problema de Clara del futuro. Clara del presente no tiene porqué pensar en ello» Esta ha sido tu filosofía de vida este año y, con ella, has conseguido algo impensable, que yo deje de preocuparme con anticipación. He aprendido de ti a pensar «este es un problema de Ana del futuro, ahora mismo no tengo que pensarlo». 

Tus quince años han sido una espera muy larga, un paréntesis entre el confinamiento y la gran aventura de tu vida que empieza el próximo martes. «He preparado un power point para convenceros de mandarme a Estados Unidos» Se me cayó la mandíbula al suelo. Me sorprende el difícil equilibrio que mantienes entre dormir trece horas y una siesta y tu constancia y dedicación a las cosas que te interesan: el baile, la guitarra, los anime, los manga, las curiosidades históricas, las películas de "girar la cabeza" y tu próximo curso en Puyallup.

«¿Estás escribiendo mi post?» No sé muy bien que escribir este año. Si pienso en estos doce meses la imagen que me viene a la cabeza eres tú, con tu camiseta negra enorme en la que pone RE, paseando por casa y lamentándote porque «mamá, ¿te das cuenta de que porque hace veinte años papá y tú os enamorasteis, yo ahora tengo que ir al colegio? No me parece justo». Algunas veces tienes unos argumentos que, pueden ser estúpidos, pero son tan inesperados, tan oblicuos, tan tú que me dejan fuera de juego. Otras veces haces preguntas para las que no tengo respuesta «Mamá, ¿cual es tu mayor virtud?» y trato de ganar tiempo devolviéndotelas. «¿Y la tuya?». «No sé, tengo quince años, no tengo todavía ninguna destacada». Pelota, set y partido. 

Dentro de cinco días te vas a Puyallup y vamos a pasar tus dieciséis años separadas por ocho mil quinientos treinta y cinco kilómetros. La Ana de hace unos meses estaría preocupada por cómo lo vamos (voy) a llevar, por si te pasa algo, por si estarás bien, Ana de hace cinco meses estaría agonizando pensando en todo lo que te va a echar de menos, pensando en si tú la vas a echar de menos... pero la Ana del presente está nerviosa y deseando que llegues allí y empieces tu gran sueño. Ya me preocuparé de todo lo demás cuando llegue, si es que llega. 

Tengo ganas de saber qué nos contarán nuestros yos  del futuro, de 2022, sobre tus dieciséis años en la tierra de Kurt Kobain, de Pearl Jam y de la montaña más alta de Estados Unidos (quitando Alaska). 

Feliz cumpleaños, mi princesa pequeña. Empieza tu gran año. 

jueves, 10 de junio de 2021

Adiós, Nan.

 

Adiós, Nán. 

Adiós, Nán. Adiós, maravilloso amigo. Adiós, recomendador de libros maravilloso y animador de todos mis intentos de escribir. Adiós a uno de los amigos más fieles, cariñosos y generosos que he tenido y tendré nunca. 

Hoy ha muerto Nán y escribo esto anestesiada, sintiéndome de corcho porque no puedo creerlo, porque me parece imposible que no vaya a estar al otro lado. Que no participe más en nuestro grupo  de whasap con Di, "La broma infinita",  comentado el día a día, compartiendo los éxitos de su hijo o alegrándose y emocionándose al ver crecer a las mías. 

No quiero decir que los amigos de las redes son como los amigos en la vida real porque para mí no hay distinción y me parece una estupidez. Los amigos llegan a tu vida por las redes, por el trabajo, por casualidad o en el gimnasio (no en mi caso, por supuesto). Nán llegó a la mía por Cosas que (me) pasan. Apareció en mi blog, leyó y comentó. Creo que es el mejor comentarista que he tenido nunca. No solo leía lo que yo escribía, también veía mi intención y lo que había dejado fuera. Era crítico cuando no le había gustado algo y el más entusiasta de los fans cuando algo le había impresionado. Para mí que Nan aprobara mis textos era un honor porque he conocido pocos lectores más atentos, más perspicaces y sobre todo, que traten con tanto cariño las palabras tanto al leerlas como al escribirlas. 

El primer correo que me envío es de 2010, casi lo más importante de mi vida ha pasado desde entonces y él  ha estado conmigo en todo momento. Tengo cientos y cientos de sus correos, siempre interesantes, siempre escritos llenos de generosidad y de cosas a compartir. He aprendido tanto, tantísimo con él. Nos hemos contado nuestra vida, nuestros secretos. Me llevó de la mano durante la depresión compartiendo conmigo como se había sentido él cuando atravesó la suya. Fue uno de los primeros lectores de Los días iguales y su sonrisa el día que presenté Una madre sin superpoderes era aún más grande que la mía. Durante un tiempo fue también el corrector de mis posts, yo se los mandaba y él me los devolvía corregidos y enseñándome a puntuar y demás. Si algo he mejorado es gracias a él. Se sentía orgulloso de mí y esa sensación me encantaba. 

Nán era el mejor amigo,  no le gustaba salir de su área de confort, de su Malasaña querido. Lo más lejos que quedamos nunca de su casa fue en el Retiro pero le encantaba que Di y yo le pasáramos fotos de nuestras vacaciones lejanas, con nuestras hijas en playas, ciudades o pueblos que él ni se planteaba conocer. Por él viajaba Lola, su mujer, su gran amor y la mejor compañera. Por él viajaba Luis, su hijo, del que siempre hablaba con un orgullo que le brotaba en las palabras, en los ojos, por la piel. 

"Inspiras una gran confianza. Si alguna vez lo necesito, gritaré ¡Moli!" me escribió hace muchos años. 

¡Nán! 

Adiós, Nán. Ya nadie me llamará Molinillos. Nos dejas huérfanos. 

jueves, 17 de diciembre de 2020

Diecisiete años

 

Diecisiete años. Te escapas de mis manos poco a poco, iba a decir una cursilada espectacular pero, como siempre he hecho, trato de no avergonzaros con lo que escribo sobre vosotras, así que no lo voy a decir. Al comenzar este año tan raro, estabas cogiendo carrerilla. Tenías miles de planes, viajes a Italia, el Camino de Santiago, fiestas, idas y venidas, escapadas... y justo cuando estabas a punto de saltar, se paró el mundo. Y tu carrerilla se desinfló como la del corredor que hace una salida nula. Esas salidas siempre causan tristeza, te preocupas por el corredor, crees que está nervioso, impaciente, que se ha quedado decepcionado consigo mismo por ese fallo y que no se recuperará. Así me sentía yo cuando se te (nos) paró el mundo. Me preocupé por como te sentirías, por si estarías triste, preocupada, agobiada, enfadada o solo harta y frustrada. 

«Mamá, que estoy bien. Que no me llames cada día, que estamos confinados, que no ha pasado nada»

Quería creérmelo claro, a todo el mundo le gusta creer cosas buenas pero como yo estaba subida en la espiral de la ansiedad pensaba que era imposible que estuvieras bien con todos tus planes desmoronándose, rozando la salida hacia tu (cierta) independencia y la puerta cerrándose de golpe pillándote los dedos. 

Pero era verdad. Resulta que me mientes poco, muy poco. Hay cosas que crees que no sé y te sorprenderías al saber desde cuando las sé pero en general no me mientes. Tampoco te hace falta. No pides permiso para cosas desorbitadas ni escondes oscuros secretos que vayan a hacer que me desmaye, así que cuando me dices que estás bien, es que estás razonablemente bien. No ha sido un año para estar espectacular, ha sido un año para surfear lo que nos ha venido con sus momentos de risas y disfrute puntuales. De este año contigo y tus dieciséis años me quedo con el día que os quedasteis en cuarentena con papá y os saludé desde la calle, el primer viaje a Los Molinos a finales de abril en el que ibais mirando el paisaje por la ventanilla como si no lo hubierais visto nunca, tus abrazos a los perros cada vez que los ves, tu coleta y el moño que has aprendido a hacerte, tu felicidad cuando te dejé raparte la nuca, tus risas viendo The office, el viaje a Ibiza, cómo te acurrucas a mi lado por las noches mientras vemos una serie, las conversaciones sobre política, tu "te tenía que haber hecho caso y haberme cambiado de colegio", que hayas empezado a tomar café por las mañanas pero lo hagas con la capucha de tu bata con orejas puesta como si siguieras teniendo siete años, verte llegar de la biblioteca cada día, tus súbitos discursos cuando estás muy estresada en los que lo único que esperas de mí es que me siente y te escuche mientras te desahogos, las ganas que tienes de llegar a la Universidad y conocer gente nueva, nuestra mirada cómplice cuando tu hermana nos suelta una de sus frases bombas y tus abrazos cuando lloro. 

Reviso tus fotos de este año, las que tengo guardadas, y descubro que tengo muy pocas tuyas y que en la mayoría sales pegada a tu hermana.  Este ha sido el año en que ella ha empezado a llamarte "mi tatita". Quién sabe de qué oscuro rincón de Tiktok lo ha sacado pero me hace gracia y me gusta porque refleja perfectamente la relación que tenéis y que cada día me asombra. Jamás hubiera pensado que algo así de bueno fuera a pasarme, que para ambas la otra sea lo más importante del mundo. 

Hoy cumples diecisiete años y el mundo te espera ahí fuera, la universidad, gente y planes nuevos, inquietudes que te llevaran lejos, problemas que no imaginas y ahí estás, esperándolo con los brazos abiertos. 

Ojalá este año cojas carrerilla y puedas saltar bien alto. No podría estar más orgullosa de ti. (Bueno, si alguna vez cerraras la puerta del baño, podría estarlo un poquito más) 

Feliz cumpleaños, princesa de los ojos azules. 



miércoles, 19 de agosto de 2020

Quince frases de tus quince años


«Mamá, ¿el post de mi cumpleaños ya lo tienes escrito? No te leo nunca pero esos del cumple los leo siempre»  

«¿Cuál es mi talento más inútil?» me preguntaste el último domingo de tus catorce años. No lo sé. El que más me saca de quicio es tu capacidad para dividir tu cerebro en dos mitades. Una que funciona en modo rutina de la vida diaria y otra, muy peligrosa, que lleva una vida independiente. Una vida que se manifiesta, de pronto, en preguntas como esa o en cosas como «Mamá, ¿una primera cita es muy incómoda, no? 

«Mira como tengo de perfecto el armario, los cajones, mi mesa» Te has convertido en una persona  tan ordenada que se me saltan las lágrimas. A veces, te confieso que me preocupa que te pases de frenada y acabes convertida en una maniaca del orden, como esa gente que forra los sofás de plástico o les pone fundas para que no se manchen, para que no se estropeen, esperando, quizá, a que otras personas, en otros momentos, en otras vidas disfruten de esos sofás mientras ellos solo las conservan.

«No me despiertes, ya me despertaré yo sola» Ahora mismo tienes el superpoder de los perros de poder dormir a voluntad: cuando quieres y dónde sea. Estás durmiendo trece horas al día con picos de quince. No quiero asustarte pero estás quemando horas de sueño que necesitarás en el futuro. Algún día te costará creer que fueras capaz de dormir tantas horas del tirón y por eso lo dejo escrito aquí. 

«Mamá, ¡no me acordaba de eso!» Has descubierto el valor de lo que escribo: de este blog y de los diarios de viaje. El año pasado me empeñé en escribir un diario de Nueva York y, este año, uno de los mejores momentos ha sido, ver vuestras caras, cada noche después de cenar, mientras yo leía en alto nuestras aventuras. El año que viene leeremos el del viaje a Ibiza. 

«Salgo horrible» Ya no sonríes. Miro mis fotos con quince años y veo que yo tampoco sonreía, ponía cara de seriedad, de intensidad y de falsa espontaneidad. Tú,  en la era de Instagram, pones morritos, sacas la lengua o te muerdes las mejillas por dentro, todo para no parecer tú. Pero cuando sonríes, cuando te pillo sonriendo porque estás tranquila y relajada, sonríes como cuando eras tú todo el tiempo y no pretendías ser otra cosa o no andabas intentando descubrir quien eres. Sonríes y se te achinan los ojos y por ahí se te escapa la risa.  

«Tengo manos de niña de ocho años»  No te gustan tus pies, ni tus piernas, ni tus brazos ni tus manos. La inseguridad de la adolescencia es una putada pero se te pasará. Espero llegar a verte cuando todo eso te de igual aunque ya sabes que jamás tendrás mi nariz perfecta (como la de Cleopatra)

«Vamos a hablar de la vida» es tu frase favorita para empezar una conversación y lo mejor que tiene es que con esa frase no esperas hablar tú, lo que quieres es que los demás te cuenten historias. Te encantan escuchar historias, cuando más detalladas mejor y preguntas y repreguntas y, después, dejas a tu mitad de cerebro independiente procesando toda la información para volver a esa historia días o semanas después. Te interesa la vida y las historias, todas. 

«Mamá, no te sorprendas, yo soy bilingüe» Hemos descubierto The Office y Jim y Pam te parecen la mejor pareja de la historia. Te encantan las películas de miedo y las de “que me explote la cabeza” y ya no necesitas subtítulos, yo no te he oído hablar ni una palabra de inglés pero me lo creo. 

«Mamá, acepta que a mí Los Molinos no me gusta como a ti» Esto me va a costar, me va a costar casi tanto como que hayáis dejado de leer por completo. Con las dos cosas no pierdo la esperanza de que pasada la adolescencia volváis a entrar en razón, dejéis de traicionarme y os guste estar en Los Molinos leyendo en el jardín o frente a la chimenea.  No me quites la ilusión. 

«Necesito ropa». Cuando tenías seis años escribí «Habrá superado la adicción al rosa pero será una esclava de la moda y pretenderá renovar su vestuario cada temporada» y acerté de pleno. Entonces eras muy pequeña y todavía era yo la que te elegía la ropa, no podía saber que desarrollarías el superpoder de saber exáctamente qué quieres comprarte y cómo combinarlo. Para mí eso es magia y sinceramente viéndonos a tu padre y a mí, no sé de quién lo has heredado. 

«Por favor, no discutáis, qué más da»  En este año he descubierto que rehuyes el enfrentamiento y la confrontación. No te gusta discutir y no te gusta que se discuta delante de ti.

«Mamá, no te preocupes por las cosas antes de tiempo. No sirve para nada. Si tiene que pasar algo malo, cuando pase, ya nos agobiaremos pero no lo pienses ahora porque no sirve para nada». Tienes el superpoder de no preocuparte. Te escucho y te veo vivir de acuerdo con esta filosofía y me das envidia. Te envidio esa capacidad. Cumples quince años y tengo la sensación de que te han robado casi seis meses de los catorce. Tú no tienes esa sensación. «Mamá, yo esto del confinamiento lo llevo fenomenal. Me gusta estar en casa, no te preocupes» me has dicho un montón de veces en estos meses. Y sé que has estado bien, que has estado tranquila y contenta y que sigues estándolo pero yo no puedo dejar de preocuparme por ti, por vosotras. En la peli perfecta de la maternidad yo soy la que debería estar diciéndote esas cosas, sigo sin tener superpoderes. Quizás, como ya dije una vez, son como los ojos azules y salan una generación. 

«Me encanta mi pelo y no pienso cortármelo»  Llevas el pelo demasiado largo. Sé que te encanta, que ahora mismo es una de las pocas cosas que te gustan de ti pero lo dejo aquí escrito para que podamos comprobarlo: dentro de cuatro o cinco años verás fotos tuyas con ese melenón salvaje y  te arrepentirás: «¡qué horror, mamá! ¿cómo no me dijiste nada?» Que conste que te lo dije. 

«Y yoooo», me contestas cuando te digo que te quiero. 

«¿Sabes que el día 19, cuando cumpla 15, estaré igual de cerca de mi nacimiento que de tener treinta años?» fue tu pregunta tu último miércoles con catorce años.  No, no lo sabía. No lo había pensado porque no quiero pensar en que ya no serás pequeña nunca más ni quiero pensar en ti con treinta años porque eso significará que a mí me quedarán menos años para disfrutarte. Añadiría «si es que llego» pero ya te oigo contestar «Mamá, no seas dramas»

Feliz cumpleaños, quinceañera. Todo va a salir bien. 


domingo, 1 de marzo de 2020

Adiós, Jose

«Esto no tenía que haber pasado. Yo debería haber sido el primero» dijiste hace quince meses, cuando murió Ramón. Todos te dijimos que eso era una tontería, que no lo pensaras ni por un momento. Has sido el segundo y todavía no nos lo creemos.

Esta fotografía es una de esas que siempre tengo en la cabeza, que no olvido nunca. Está en un álbum de fotos que tengo en mi cuarto, un álbum que hice de adolescente en el que fui colgado fotos y poniéndole cartelitos con frases graciosas. La prehistoria de Instagram. «Gorda como una foca en Benidorm con el tío Jose». Esa frase no la podría poner en Instagram pero con dieciséis años masacrarse a uno mismo es pura rutina. Tú siempre me decías que estaba guapísima. 

Siempre me acuerdo de esta foto y de ese viaje y de ti. Me acuerdo de lo contento que te pusiste cuando publiqué el primer libro y como viniste a la Feria del libro con Blanca. Recuerdo como te sentabas en el sofá y nos mirabas a todos en Nochebuena y como, cuando no era Nochebuena, después de comer desaparecías misteriosamente a echarte la siesta o te desnucabas en el sofá. «No sé que me ha pasado». Tres horas te podían pasar sin darte cuenta mientras todos charlábamos alrededor. Sé que eras el favorito de la abuela y que una vez le diste un tortazo a Mayte cuando llegó tarde a casa y ¡tenía veinte años! ¿Ves? Otra cosa que ya no se hace. 

El viernes llegamos a tiempo de verte por última vez.  Acababas de morir unos diez minutos antes y allí estabas aún. Tan parecido al abuelo. Tan parecido. Te di un beso, te toqué la mano y cuando volví a la habitación ya no estabas. 

Ya no estás. 

Todo el mundo dice que nuestra familia es como una piña. Y lo somos, cada uno de nosotros es una pequeña bráctea (acabo de aprender esta palabra) independiente pero unida a los demás formando algo más fuerte, algo que nos hizo creer invencibles, casi indestructibles. Hoy, sin embargo, volvemos a estar rotos y perdidos. Te hemos perdido y dejas otro hueco en la formación. Cada vez somos menos, cada vez tenemos que estirar más los brazos y apretarnos más fuerte en los abrazos para cubrir los vacíos y, otra vez, no sé cómo vamos a hacerlo pero lo haremos. Estamos tristes, estamos asustados, estamos más solos. Y te echamos de menos.  

Adiós, Jose. Descansa en paz. Te queremos infinito.


martes, 17 de diciembre de 2019

Dieciséis años

No sé cómo el fue el día que naciste. Llegamos al hospital de madrugada y era noche cerrada. Era de día  cuando los tres estuvimos en la habitación pero yo no me levanté de la cama y no miré por la ventana. No sé que día hacía y hasta hoy no lo había pensado. Sí sé que día hacía cuando nació tu hermana porque era verano y era imposible no percatarse del sol, el cielo azul y el calor. 

No sé que día hizo aquel 17 de diciembre pero sí se que tú eres un día de invierno. Un día cercano al más corto del año porque casi todo lo que eres, lo eres para dentro, para ti sola, para los pocos que estamos cerca de ti. Eres discreta, sensible, silenciosa, humilde, intuitiva y acogedora. 

Ser un día de invierno es difícil porque tiene mejor prensa ser un día de verano, ser sol, ser vacaciones, ser calor y días que no se terminan pero tú eres invierno. Eres como uno de esos días de invierno que empiezan con una niebla blanca que no deja ver nada, no asusta, no da miedo, en cierto modo atrae y acoge. Pero ser así a veces te hace sufrir. Los días de invierno son para unos pocos, tú eres para dentro, para los tuyos y para ti. Ser un día de invierno no es fácil porque vas a contracorriente, porque cuesta no estar a gusto con lo que le gusta a los demás o que te interesen cosas diferentes a las que gustan en tu entorno y por eso los quince han sido una montaña rusa dentro del pasaje del terror. Días de no soportarte a ti misma y días de estar insoportable. Un verano para olvidar que seguro que no pasará a los anales familiares ha dado paso a una entrada en bachillerato en el que pareces otra persona. Es como si hubieras cruzado un umbral, o entrado en el túnel del humo de Lluvia de estrellas (es una referencia a un viejo programa de televisión) y hubieras salido convertida en una persona diferente. No, no diferente. Eres tú desplegando capacidades que no conocíamos, siendo más responsable, más adulta, acomodándote en tu "invernez". Te miramos y te escuchamos y te confieso que al principio, sospechamos. 

Eres un día de invierno frío y con niebla pero cuando sonríes, cuando eres feliz y te brillan los ojos, cuando estallas en carcajadas casi siempre por las ocurrencias de tu hermana, tu sonrisa, tu risa y tus ojos reconfortan como el sol de diciembre por inesperado, por sorprendente, por necesario. 

Eres un día de invierno y hoy cumples dieciséis años. 

Feliz cumpleaños, princesa de los ojos azules.