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domingo, 14 de abril de 2024

Celebra tus victorias pírricas

Hace muchos años había un anuncio en televisión, que no recuerdo qué publicitaba, cuyo lema era algo como «para gente asquerosamente imperfecta» o, a lo mejor, «para gente asquerosamente organizada». No recuerdo qué anunciaba pero sí que mi amiga Rosa siempre me ponía a mí ese título porque sostiene que yo soy alguien muy organizado, casi cuadriculado. No es así. No soy organizada ni perfeccionista ni detallista, pero si me decido a hacer algo siempre es para terminarlo, para no dejarlo a medias o abandonado. Por eso, por ejemplo, si me dispongo a ordenar un armario, empezaré y terminaré. Lo vaciaré por completo, lo limpiaré, clasificaré la ropa, tiraré lo que esté cochambroso, guardaré lo que tenga un pase y lo que sea para tirar irá directamente al contenedor. Tarea que empiezo, tarea que termino. Por supuesto que no empiezo muchas tareas: las escojo con esmero para no convertirme en una loca. 


Estoy suscrita a varias newsletters de recomendaciones variadas, sobre todo de podcasts,  pero también de mierdas que se pueden encontrar por internet y que, se supone, pueden ser interesantes. Últimamente, entre esas recomendaciones, hay muchas de aplicaciones para gestionar los libros que quieres leer, las películas que quieres ver, la lista de la compra, los sitios a los que quieres viajar, los artículos de internet que dejas para más adelante. Yo las llamo aplicaciones para gestionar otra vida, si la tuvieras. 


Esta semana, en una de esas newsletters, encontré un artículo cuyo título me llamó la atención: Treat your to-read pile like a river, not a bucket. Pinché en el enlace y, claro, lo tuve que dejar ahí, abierto, esperando encontrar durante la semana algún rato para leerlo. El viernes, por sorpresa, llegó ese momento. Estaba tratando de cerrar todas las pestañas que no necesitaba y al llegar a ésta volvió a llamarme la atención. El autor, Oliver Buckerman, del que no he investigado nada porque lo mismo es un flipado que ha dicho muchas tonterías, expone aquí una teoría que me ha gustado: Oliver cuenta cómo, en los inicios de internet, creíamos que la superabundancia de información en la red, las infinitas posibilidades de, pinchando de enlace en enlace, no dejar nunca de aprender, dejaría de  abrumarnos cuando la tecnología fuera mejor, cuando esa misma tecnología que nos servía todo en nuestra mesa en un caudal continuo e infinito se moderara de alguna manera y nos permitiera lo que se conoce como «separar el grano de la paja». 


En los comienzos de internet éramos ingenuos y jugábamos con él como si fuera algo inocente y que pudiéramos controlar. Ahora, casi veinte años después (abrí mi cuenta de hotmail en 1996), nos hemos dado cuenta de que internet es un poco el oso rosa maligno de Toy Story y que nuestras posibilidades de controlar el poder o la influencia que tiene en nuestras vidas son casi nulas o, de existir, necesitan de un cambio tan radical en nuestras rutinas que muy pocos estaríamos dispuestos a hacerlo. Además, ya sabemos que la tecnología no sólo no ha frenado ese caudal de información sino que, cada día, lo aumenta cada vez más, abrumándonos de manera constante.  Ahora mismo todos tenemos listas interminables y cada vez más inabarcables de películas y series para ver, podcasts para escuchar, lugares que visitar, restaurantes que conocer (yo esto no), cursos para aprender, artículos para informarnos, libros para releer, trucos para limpiar, recetas para probar, consejos para relajarnos, notas para, en algún momento, escribir nuestra gran obra. Como he dicho antes, esperábamos que la tecnología nos permitiera separar la paja del grano pero ha llegado un punto en que ese no es el problema: las listas que todos hacemos, las notas que nos escribimos, los pantallazos que llenan nuestros teléfonos no son paja, nos interesan de verdad, son cosas a los que nos gustaría prestar atención si tuviéramos el tiempo para ello. Sabemos qué nos interesa y por qué sentimos curiosidad. 

«¿Quién de nosotros no se dice a sí mismo, se pasa la vida diciéndose: “Cuando tenga tiempo cambiaré esto y lo otro?” Nunca tendremos más tiempo. Tenemos todo el tiempo que hay». (Alan Bennett)

Ahora creemos que el problema es el tiempo. 


El tiempo que no tenemos.


Pero no es verdad. El verdadero problema es que es imposible cumplir esas listas. Imposible. En algún momento creímos o nos hicieron creer que, con una buena gestión de nuestro tiempo, lograríamos hacer todo lo que queremos, pero eso tampoco es verdad. No hay que pensar que, si dejaras de hacer lo que no te apetece (lo que constituye eso que llamamos obligaciones: el trabajo, las tareas de la casa, los compromisos sociales), tendrías tiempo. No es así: lo que ocurriría entonces es que ampliarías tus listas hasta hacerlas aún más inabarcables.


¿No hay solución entonces? ¿Estamos condenados a hacer listas que se volverán amarillas con el tiempo (en mi lista de libros pendientes hay algunos que apunté en 2005), que jamás nos acercaremos a cumplir? No, sí la hay. Claro que la hay: hay que asumir esta imposibilidad y aprender a decir no, no solo a las obligaciones y tareas, a lo que no quieres, hay que aprender a decir no a cosas que sí quieres leer, escuchar, ver, visitar o disfrutar. O, como dice el autor del artículo, dejar la teoría de la lista y pasarte a la teoría del río.  


El bueno de Oliver comenta que hay que dejar de hacer listas. Él habla de no tener cubos llenos de cosas por hacer y lanzarse a, sencillamente, disfrutar de lo que nos traiga el río de la vida. Esto es cursilísimo, lo sé, pero tiene bastante sentido. Con los podcasts hice algo así el verano pasado. Mi lista tenía más de doscientos episodios pendientes, me di cuenta de que era imposible y que no tenía sentido, así que la borré, la eliminé de cero y ahora solo me permito tener diez en cola. Si quiero añadir uno más, tengo que eliminar alguno que ya esté. 


Cuando era adolescente y ya me había leído todos los libros que eran, digamos, míos, más todas las novelitas rosas de mi abuela en papel de estraza con heroínas que eran enfermeras, costureras, maestras o doncellas que se enamoraban de hombres más altos, más guapos, más ricos y más cultos que deciden casarse con ellas por su increíble bondad y belleza, me enfrenté al desafío de encontrar nuevas lecturas. Me plantaba delante de la estantería del despacho de mi padre. Había dos opciones: ser metódica y empezar por las estanterías que estaban en las baldas de la derecha nada más entrar en la habitación o ser caótica y simplemente colocarme en el centro de la habitación y esperar a que determinado libro me llamara. No lo sé con certeza ahora mismo, pero creo que nunca tuve como objetivo leerlos todos: mi plan era tener algo siempre para leer. 


Llevo dándole vueltas desde el viernes a esta teoría del río. Repito que puede sonar cursi pero creo que relajarse, ser consciente de que jamás en la vida vamos a tener tiempo de hacer todo eso que llevamos apuntado en el móvil y dejar de intentarlo, nos liberaría de este eterno correr. Creo que voy a dejar de contestar «lo apunto» cada vez que alguien me recomiende algo. A partir de ahora diré: «estupendo, ya veremos si más adelante me acuerdo», sabiendo de sobra que lo que no se apunta se olvida, pero no importa. Quizá haya otras cosas que justo me pillen en el momento adecuado para atenderlas.

A lo mejor hay alguien que piensa que esto es rendirse, que es decantarse por la dejadez, por la desidia, pero yo lo veo como una victoria. Como dice Alan Bennett, que, como Oliver, era inglés y escribió sobre la gestión del tiempo hace 114 años

«No estoy de acuerdo con aquello de que en todo caso es mejor fracasar a lo grande que obtener una victoria pírrica. Soy fan de las victorias pírricas. Un fracaso glorioso no conduce a nada. Una victoria pírrica puede conducir a una victoria no tan pírrica».

Prefiero no tener listas interminables de cosas pendientes que me lleven a fracasar a lo grande porque lo intenté pero no llegué. Prefiero ni intentarlo, sentarme a la orilla del río y coger lo que llegue. 


Borra tus listas. 



El próximo domingo, tenemos la tercera sesión del Club de Podcasts encadenados. Te cuento cómo funciona: aquí están los  deberes de escucha. Este mes vamos a escuchar 10 episodios, 5 en español y 5 en inglés, puedes escuchar los que quieras. También hay una ficha para guiar la escucha y que sea más fácil saber qué apuntar, en qué fijarse, cómo escuchar. Después, el domingo 21 a las 19:30 nos reuniremos por Zoom para comentar y compartir opiniones. Es así de sencillo y, te lo puedo asegurar, muy divertido. 

La próxima sesión es el 21 de abril. Si te suscribes hoy, tienes una semana gratis así que podrás asistir y ver si te merece la pena o no.  

domingo, 3 de marzo de 2024

Sin vergüenza y sinvergüenzas


 
Sinvergüenza: 


1.- Pícaro, bribón

2.- Dicho de una persona: Que comete actos ilegales en provecho propio, o que incurre en inmoralidades


Vergonzoso: 


Que se avergüenza con facilidad.



El año pasado acompañé a una amiga a una entrevista en el Hotel Palace. Quedamos en la puerta y cuando llegó la saludé, me giré y empecé a subir las escaleras para entrar. Miré hacia atrás y se había quedado allí parada. «¿Qué pasa?», le pregunté. «¿Vamos a entrar así, sin más? Me da apuro». «Pues claro que vamos a entrar así, sin más. No te preocupes». Me sorprendí a mí misma con ese aplomo que parecía venir de alguien acostumbrado a visitar hoteles de lujo cada semana. Mientras arrastraba a mi amiga hacia la rotonda del Palace para sentarnos en sus sofás a esperar, recordé el 29 de abril de 1997. Ese día mis padres cumplían sus bodas de plata y fuimos los seis a cenar al buffet libre del Palace y sentí vergüenza. Me parecía, entonces, que no pegábamos ahí. Bueno, mis padres sí pero no yo desde luego, me parecía que no iba bien vestida, que desentonaba, que todo el mundo me estaba mirando y no estaba sabiendo comportarme. Me hizo gracia verme en ese momento, pensar en que si mi yo de 24 años hubiera estado allí sentada, en ese mismo instante, me hubiera mirado y pensado: «Esa señora sí que pega aquí». Ja. 


A mí, de pequeña y no tan pequeña, había muchísimas cosas que me daban vergüenza. Cosas como pedir más ketchup en el McDonald's, hablar con las dependientas de cualquier tienda, que alguien me hablara en el autobús, llevar sandalias y, por supuesto, desnudarme delante de alguien, fuera quien fuera ese alguien. Ahora no me da vergüenza casi nada de lo que hago yo, si acaso un poco de pudor hablar en inglés en público, pero solo porque me da rabia no hablarlo mejor de lo que lo hablo. La vergüenza es por tanto algo que se te pasa en la vida como la piel tersa, la capacidad para confiar en tus rodillas en cualquier circunstancia, la habilidad para dormir hasta las once de la mañana o la necesidad de salir todas las noches por si acaso te pierdes algo. Es decir: perder la vergüenza es uno de los updates de la existencia, una actualización en la manera en la que experimentas tus emociones que mejora mucho tu vida porque la vergüenza llevada al extremo paraliza, bloquea y te impide hacer un montón de cosas para las que estás perfectamente capacitada. Por supuesto, lo de que vas a perder la vergüenza es algo que no sabes y que, aunque te lo diga tu madre, tu tía, tu abuela o quien sea, crees que a ti no te pasará, que siempre vivirás avergonzada, sintiéndote menos, fuera de lugar, juzgada por los demás. Es otra cosa que aprendes con la edad: nadie te está mirando y a nadie le importa un pepino lo que hagas o dejes de hacer y, si por un momento te prestan un mínimo de atención, lo olvidarán antes del segundo parpadeo. 


Annie Ernaux tiene un libro titulado La vergüenza que trata justamente de eso, de ese momento en que todo en tu vida te da vergüenza. Ella cuenta en ese libro que le avergonzaba su familia, su casa, su ropa, todo... y cuando lo leí escribí esto: «Ernaux retrata con maestría ese momento en la vida, el comienzo de la adolescencia, en que aparece la vergüenza en nuestra existencia. Por supuesto que antes de los doce o trece años hemos sentido vergüenza. Vergüenza por participar en una función, por saludar a un desconocido, por hablar con alguien. Pero es cuando dejas la infancia atrás, o comienzas a dejarla atrás, cuando la vergüenza que sientes no es por lo que haces sino por lo que eres. Te da vergüenza ser quien eres, ser como eres, quiénes son tus padres, cómo es tu casa, lo que te gusta. Es un sentimiento estúpido pero inevitable».


Puse inevitable y quizás debería haber puesto «es un sentimiento que caduca, que desaparece». Porque así es. Llega un punto en el que nada te da vergüenza, ni siquiera pasearte en bolas por un gimnasio, el médico o frente a tu ventana aunque sepas que el vecino pueda verte. Y está muy bien, es sin duda un proceso evolutivo que mejora, no sé si la especie, pero sí nuestra vida. El problema es que cuando estás ahí enfangado en sentir vergüenza, aunque te cuenten esto, aunque te digan que se te pasará, que en algún momento todo te la pelará, no te lo vas a creer... Así de estúpidos somos. 


¿Cómo se siente la vergüenza? 


Estás leyendo esto y me juego una mano a que no tengo que explicarte cómo se siente la vergüenza. Seguro que has tenido flashes a momentos de tu vida en los que te querías morir, en los que te sentiste paralizada de vergüenza. Es un sentimiento difícil de explicar pero fácil de identificar. Todos lo conocemos. Nudo en el estómago, ganas de volatilizarse, de disolverse y desaparecer, sudores en las manos, escalofríos y, para algunos, un súbito color rojo en la cara que lo único que consigue es que el pánico sea aún mayor cuando te dicen: «te estás poniendo roja, no me digas que te da vergüenza». 


He escrito «Todos lo conocemos» pero no es así. Hay gente que nace sin vergüenza de ningún tipo. Esas personas que van por la vida alegremente sintiendo que todo lo que ellos hacen es estupendo y está bien hecho. Qué digo bien hecho: ellos sienten que sus actuaciones son siempre las mejores porque ellos son top. En los niños es una monería: decimos «serás sinvergüenza…» sonriendo, en plan chascarrillo. Se lo dices a tu sobrino de 7 años cuando se ha comido toda la tableta de chocolate a escondidas y te lo niega, o como cuando yo se lo decía a mi hija Clara cuando robó el Niño Jesús del belén de su abuela. El problema es que esos niños crecen y, como vienen de serie sin vergüenza, se convierten en adultos peligrosísimos. A estos, cuando los llamas sinvergüenzas, lo haces con una rabia y un desprecio que te sabe a bilis en la boca y las palabras «¡Es un sinvergüenza!» que te salen desde el fondo del estómago en una especie de desahogo. «¡Es un sinvergüenza!», que puede aplicar por igual a un político, a un ex de cualquiera de tus conocidos o a un compañero de trabajo, por ejemplo. 


Los sinvergüenzas son escoria. Y lo digo así, sin cortarme y sin pudor. Es gente que miente sin perturbarse, miente por hacer daño, miente sabiendo que está mintiendo y que tú no le estás creyendo, pero te miran desafiantes reconociendo que saben que tú sabes que están mintiendo pero que les da igual. Los sinvergüenzas son esos que se aprovechan de las desgracias y el trabajo ajenos y, si son ya muy top, si llevan años curándose la carrera de sinvergüenzas, son capaces, además, de hacerse pasar por víctimas. A mí, un buen sinvergüenza me da ganas de matar o de gritar. A algunos les he gritado y escupido toda mi rabia sabiendo que solo iba a conseguir desahogarme pero jamás perturbarles. Un sinvergüenza es un ser impermeable al reproche ajeno, a la opinión de los demás, por supuesto al dolor o al malestar que cause en los otros a los que está mintiendo o de los que está aprovechándose. Además, a todo esto se suma que así como la vergüenza se pasa, la sinvergonzonería es algo que se arrastra para siempre, va creciendo y creciendo hasta que el susodicho o la susodicha cometen tal tropelía que aquellos que todavía lo consideraban «gracioso» o que lo hacía sin maldad se dan cuenta del peligro de ese sujeto. Eso no les hará cambiar, ni mucho menos, pero hará que los demás se caigan del guindo y se protejan. 


No tener vergüenza es un estado que se alcanza con el tiempo y la experiencia que da saber que, en general, los demás están demasiado preocupados por sí mismo como para que les importe lo que haces.


Ser un sinvergüenza es como ser alto, pelirrojo o tener los ojos azules. Naces así y nunca te curas. Solo va a peor. Cuidado con ellos.


domingo, 25 de febrero de 2024

Ni lo intentes

 

"Figure out what it is that you don’t do well, and then don’t do it"

Douglas Coupland


Voy a apostar a que no sabes quién es Douglas Coupland. No pasa nada, yo tampoco lo sabía hasta que vi esta cita, en algún sitio, me gustó y luego pensé: voy a buscar, a ver quién es este señor, no vaya a ser que sea, qué se yo, dueño de un bar que en el mismo menú ofrece paella, callos, giozas y ceviche. Para mi tranquilidad, Coupland es un señor canadiense, lo que a mi siempre me parece fabuloso, porque igual que hay gente que tiene querencia por los cubanos, los rubios, los calvos o los guapos, yo tengo querencia por hombres de cualquier país donde los jerseys gordos sean obligatorios unos cuantos meses al año, nieve y se puedan usar motosierras. Vive, además, en West Vancouver, cerca de la frontera con Washington, mi estado favorito y el lugar al que sueño volver. Me disperso. Douglas es canadiese y escribió una novela, por lo visto famosa, titulada Generación X y que, me juego las dos manos, es la generación a la que tú, como yo, perteneces. Si, también como yo, te haces un lío con esto de las generaciones, te explico que somos de la X porque nacimos entre 1965 y 1981. 


El bueno de Douglas dice: "Averigua qué es lo que no haces bien y luego no lo hagas". Y es que no puedo estar más de acuerdo. No sé cómo explicarle a la gente que si algo no se te da bien y sufres por ello, lo mejor que puedes hacer es no hacerlo. Por supuesto, si algo no se te da bien pero lo disfrutas muchísimo, entonces a por ello como si no hubiera un mañana; pero en serio, si empiezas a hacerlo y no es lo tuyo, sigue el consejo de Douglas y el mío y a otra cosa mariposa. 


Con esta idea en la cabeza, la de no hacer cosas en las que eres malo, vengo a desrecomendar con ahínco, ímpetu y, si hace falta, de manera machacona: intentar hacer cualquier cosa que aparezca en Instagram con las palabras “Ikea hack”, “truco para dejar algo como nuevo”, “papel adhesivo”, “pintura a la tiza”, “lijar”, “atornillar”, “pulir”, “para cualquiera”, “fácil y rápido” y, sobre todo, sobre todo “INCREÍBLE TRANSFORMACIÓN”. No es que no tengas que intentarlo, es que no tienes ni que pensarlo. Hay que borrar esas cuentas, esas promociones, todo. 


Todos esos vídeos realizados por gente que, al contrario que tú, tienen seis meses de vacaciones al año, muchísimo espacio para guardar herramientas, pulgares oponibles, ostentan el poder en su casa con absolutismo y, por tanto, no tienen a nadie que les discuta que no les gusta el “azul desayuno” o el “verde verdeliss”, o que no quieren más ratán en ninguna parte. Pero sobre todo, amiga, esa gente era la que sacaba sobresaliente en dibujo y manualidades. ¿Por qué te crees que te acuerdas de los dibujos que hacía Elena Filipovich en 8º de EGB? Porque se le daba bien. ¿Sabes quién se acuerda de tus dibujos o tu caja de estaño labrado? Exacto. Nadie. Ni tú. ¿Por qué? Porque era un truño impresionante sobre el que dejaste tus huellas de sudor adolescente mientras creías esa majadería de que si insistes en algo acabas haciéndolo bien. 


Bien, pues esa gente mañosa que, a lo mejor al contrario que tú, no saben usar Excel o cocinar o son incapaces de hablar en público, han encontrado en Instagram una herramienta, si no para dominar el mundo, sí para humillarlo al mismo tiempo que se sacan unos eurillos aprovechándose de esa majadería que es el espíritu de superación. No intentes superarte, no intentes superar al Señor Ikea. Compra la estantería Lack y limítate a pasarte horas decidiendo si la pones horizontal y vertical, si le pones puertas o cestas y, si te ves atrevido, atorníllale unas patas, aunque ya te advierto que no van a quedar bien. ¿Por qué? Porque no se te da bien. 


Hace muchos años escribí un post sobre Pete. Un tío con pinta de ser profesor de plástica (¿ves? si es que el señor mañoso viene en los genes, como los pelos del entrecejo) se dedicaba a ir por Estados Unidos construyendo casas en los árboles. El concepto era exactamente el mismo que el de esos vídeos de IG, pero Pete siempre hablaba de dinero (180.000 $ por una casita en un árbol para que las gemelas adorables de la joven pareja pudiera jugar a princesas encerradas) y siempre había algún problema durante la construcción: camión atascado en el barro, árboles cuyas ramas se tronchaban y hacían que el bueno de Pete tuviera que pensar otro lugar donde colocar el balcón para ver los atardeceres sobre el bosque en los Apalaches, etc.). Yo era adicta a aquellos programas porque eran tronchantes y porque, como ya he dicho, todo lo que tenga que ver con árboles y tíos con motosierra es mi rollo. 


El problema de los vídeos de trucos en IG es que son Disneyland. Por seguir con Pete, allí la gente no tenía una casa en el árbol y quería una. En los videos de IG la gente ya tiene puertas, pasillos o muebles y está contento con ellas. Bueno, no es que estés contento, es que ya no los ves porque es tu casa, te gusta y no te paras a pensarlo. De repente empiezan a saltarte videos diciéndote que los muebles de madera son antiguos y feos y los iluminan de tal manera que parece que viven dentro del ataúd de la peli Buried. Acto seguido, y de la nada, aparecen papel de embalar como para empaquetar un elefante, media docena de pinceles y brochas a estrenar, cinta de carrocero, destornilladores para quitar bisagras, tiradores y todo lo que moleste. Sospecho que también aparecen 2 semanas de vacaciones o una excedencia de una semana. Se ponen a pintar y pim pam pum... el mueble queda como nuevo y, de la nada, ya no viven en un ataúd sino en la soleada Baja California con luz entrando a raudales por unos ventanales que, cuando el mueble era color madera, debían estar tapiados con ladrillos. 


El mismo proceso ocurre con lo de “pinta de manera fácil tus horribles baldosines del baño”. “¿Horribles?”, piensas tú, que hasta ese momento habías vivido feliz ahí. En el caso de los baños es ya un descojone: “mira el cambio radical”. El truco del tapiado de ventanas siempre es así pero, además, en este caso se añade que en la transformación radical que pretenden venderte solo con la pintura, si sales del estado de abstracción que IG te provoca y te fijas en los detalles verás que además de pintar han cambiado los sanitarios, la grifería, los textiles y la mampara. Presupuesto total del “pinta facil tu baño”: 8.000 €. 


¿Y los que pegan papel pintado? Como vea un solo vídeo de Helena Tablada cambiando el papel de su casa salgo con una recortada a Leroy Merlin. ¿Cuántas veces va a cambiar el papel en su casa? Sinceramente, creo que tiene un toc. Tú no lo tienes y, además, no olvides cómo sudabas cuando tenias que forrar los libros del colegio de tus hijos o, cada Navidad, cómo blasfemas envolviendo. ¿De verdad crees que puedes empapelar la pared de tu salón y que quede recto, ajustado y sin arrugas? No, no puedes. Confieso que una vez, en un momento de debilidad, encargué un papel de esos para forrar un armario. ¿En qué estaba pensando? No lo sé, quizá fue con un bajón de azúcar. Llegaron los rollos, los abrí y me dije: ¿Qué haces? Cogí los rollos, fui a Correos y los devolví. Al volver a casa tenía la sensación de haber esquivado una bala. Todavía tengo escalofríos cuando lo recuerdo. Quién sabe si hasta hubiera grabado un antes y un después.


Yo no soy mañosa y tú, probablemente, tampoco. Si la mayoría de la población fuese mañosa no existiría Ikea ni habría cortinas cuyo bajo se puede pegar con velcro. Tampoco habría negocios de arreglos de costura ni manitas anunciándose con pegatinas en las farolas y las paradas de autobús y los chinos perderían una de sus principales fuentes de ingresos porque las ventas de disfraces se desplomarían.  


Hay que quitarse de esos vídeos porque, si te descuidas, causan un desazón injustificado. Tu casa es estupenda porque es tuya. Elegiste esos baldosines y esos muebles porque te gustaron, tienes fotos en las paredes porque quieres recordar tus buenos momentos, a ti cuando eras joven y alocada o a tus hijos cuando corrían a saludarte cuando entrabas por la puerta. No eres mañoso, no pasa nada, dedícate a otra cosa, a disfrutar tu casa por ejemplo, o a escribir cartas o dibujar panteras rosas con rombos. Haz el bizcocho que llevas haciendo veinte años, relee tu diario de los quince, cuando la sola idea de pintar puertas de color azul amanecer te hubiera parecido una majadería y una pérdida de tiempo. Túmbate a ver la tele, sal a dar un paseo, vete al cine, al Rastro o a comprar marcos para colgar más fotos en tu pasillo. Haz lo que sea, menos lo que se te da mal, lo que sea menos intentar ser mañoso. 


No lo eres. Y solo tienes dos días de fin de semana: son demasiado valiosos para perderlos creyendo que sí.


Hazme caso: ni lo intentes.



domingo, 4 de febrero de 2024

Tinteros y loros

 

El otro día me puse los dedos perdidos de tinta negra al terminar las últimas escurriduras de un tintero que compré antes de la pandemia. No es que escriba poco a mano (llevo dos plumas siempre cargadas de tinta), es que un tintero es algo que dura muchísimo, mucho más de lo que esperas. El caso es que, mientras me resignaba a pasar el resto del día con los dedos como si fuera un periodista de principios del siglo XX con visera y tirantes, pensé en cómo la percepción del tiempo es elástica y variable. Me acordé entonces, mientras enjuagaba el tintero y el lavabo se ponía casi más negro, de que los loros viven 70 años. Este es un dato que mi cabeza almacena porque cuando lo conocí hace un par de años me pareció escandaloso. No por los loros, claro (me parece bien que sean animales longevos), sino por la gente que tiene loros en casa. ¿En qué estás pensando cuando te compras un animal que va a vivir más que tú? ¿Cuánto quieres a un animal para pensar que es buenísima idea que viva 60 años en una jaula encima de tu radiador? En cualquier caso, mientras por fin el lavabo volvía a estar limpio y yo decidía si el tintero debía ir al contenedor de vidrio, a la basura o tenía que aprovecharlo para algo, los 70 años de un loro y los cuatro años que me he tirado escribiendo con tinta negra grafito me parecieron periodos de tiempo similares. ¿En qué? En que realmente no sabes lo largos que se te van a hacer hasta que llegas al final. 


Un tintero dura muchísimo. A mí, que todos los días escribo a mano bastante, me ha llevado cuatro años terminarlo. Y confieso que ya estaba aburrida de ese tono. Llegué al grafito después de otros tantos años escribiendo con verde musgo y el cambio vino, claro, porque me aburrí de ese color. Podría comprarme varios tinteros con diferentes colores pero eso, lejos de solucionar el problema, lo multiplicaría: tendría varios tinteros abiertos y todos ellos, al no tener dedicación exclusiva, durarían no cuatro sino cinco, seis, siete o quizás, horror, una década. «Lo mismo se estropea». No, la tinta no se estropea y lo sé porque hace poco, para una pluma que utilizo solo en casa, abrí un tintero azul turquesa que me regalaron unas amigas cuando cumplí 40 años. Ahora me enfrento a un dilema. Tengo muchísimas ganas de correr a la papelería y pasar un buen rato eligiendo color. Me apetece mucho un azul oscuro que siga siendo azul y no parezca negro sobre el papel pero también tengo ganas de volver al verde o de retomar el rojo o el granate oscuro. Pero ¿queda serio, cuando escribo a mano en reuniones y demás, escribir en rojo sangre como si fuera una muchachita romántica y pasional o fingiera serlo? ¿Sigo con el negro que siempre otorga seriedad y peso a lo que escribes? Tengo ganas de eso pero, por otro lado, me puede la prisa por terminar el tintero azul turquesa. Pienso: si en vez de usarlo solo en casa, cargo también las dos plumas que uso para trabajar, puede que este tintero, en vez de durar cuatro años, dure 2 y entonces, libre del cargo de conciencia de tener tinteros sin terminar, podré elegir con libertad y tranquilidad un nuevo color para mis letras. 


Toda esta reflexión sobre loros y tintas se extendió a lo largo de toda mi jornada. En algunos momentos me parecía que si seguía ese hilo, a todas luces bastante estúpido, quizás llegaría a alguna conclusión brillante que me permitiera escribir algo decente. «Tiempo, tiempo, tiempo… » ¿Qué más me viene a la cabeza sobre esto? La percepción del tiempo, cómo las cosas se nos pasan volando o increíblemente lentas dependiendo de un montón de factores que no siempre tienen que ver con el famoso «si te lo estás pasando bien se pasa antes» y así, siguiendo ese caminito de absurdeces pensé en el día, hace un par de años, en el que un regidor de un concurso de televisión me dijo: «Hagas lo que hagas, no mires cuánto tiempo te queda en el marcador, concéntrate en responder las preguntas». Como la mujer de Lot, no le hice caso y no gané 30.000 €. ¿Por qué no le hice caso? Pues no lo sé, supongo que porque entré al plató convencida de que no iba a ganar y entonces ¿para qué no mirar si me quedaban 10 segundos o 14? ¿Cuánto duran 14 segundos? ¿De verdad se pueden ganar 30.000 € en ese tiempo? Lo que nunca hago, sin embargo, es mirar cuánto tiempo queda de una videoreunión. He descubierto, para mi regocijo, que los europeos con los que llevo trabajando desde junio cuando ponen una reunión de 30 minutos, tras esa media hora se despiden y terminan. Y lo mismo ocurre si duran una hora. Esto me ha pillado completamente por sorpresa porque llevo años teniendo videollamadas con españoles que o bien resultan interminables o bien acaban por el goteo de abandonos de sus participantes, cuando tras hora y media de cháchara absolutamente improductiva empiezan a decir «he de dejaros que tengo otra reunión». Con los europeos, mi táctica para no sentir el tiempo pasar tan despacio que casi me noto crecer el pelo, es no mirar nunca el reloj, mantener mi mirada lejos del reloj de la pantalla y concentrarme en cualquier otra cosa (preferiblemente el contenido de la reunión, pero esto no es siempre posible). Con esta táctica he descubierto que una hora, a veces, se me pasa en treinta y cinco minutos. La absurda sensación de ganar minutos que ya no existen me pone contenta. Las reuniones en persona desatan en mí otras sensaciones: pereza extrema minutos antes de empezar, deseo con todas mis fuerzas que el resto de participantes hayan caído presa de una virus estomacal, que me llame mi portero para explicarme que me he dejado un grifo abierto y estoy inundando al vecino o cualquier otro hecho fortuito que haga que esas horas que me esperan por delante no ocurran. Una vez que la desgracia es inevitable descubro, cada vez, que las reuniones en persona se me pasan más rápido que las videollamadas. Estoy, además, esforzándome por estar de verdad presente en ellas. Trato de no mirar el móvil, si puedo ni siquiera llevo el ordenador y me dedico solo a tomar notas si lo que se comenta es muy interesante o dibujar flores si me la sopla bastante pero quiero enterarme de lo que se cuece. He descubierto, además, que así como soy inmune a que la gente me preste atención si soy yo la que estoy hablando, lo paso mal si el que habla es otro y yo percibo que el resto de la gente está mirando instagram o contestando mails. ¿Por qué me pasa esto? No lo sé, supongo que es algún mal funcionamiento o extrafuncionamiento de mi empatía laboral. Últimamente me estoy concentrando, además, en mirar fijamente a la persona que está hablando y he descubierto que eso desconcierta muchísimo. Creo que estamos tan acostumbrados a que nadie nos preste atención de verdad, con todos los sentidos puestos en nosotros que, cuando alguien lo hace, empiezas a pensar ¿tendré una mancha? ¿Tengo un moco? ¿Se me ha desabrochado la camisa y se me ve el sujetador? ¿Va a regañarme? Prestar atención también hace que el tiempo corra más deprisa y las reuniones en persona vuelen. Eso sí, cuando salgo estoy para acostarme. 


Casi 11 años del tintero azul turquesa. Casi 10 años desde que me divorcié y 18 y medio viviendo en esta casa. Cada uno de esos plazos ha transcurrido de manera diferente a pesar de coincidir en el espacio y en mi tiempo, en mi vida. ¿Serán iguales los 60 años del loro encerrado en la jaula que los 60 del chaval que lo recibe por su comunión y convive con él hasta que se jubila? 


¿Para qué vive un loro 70 años? ¿Un loro vuela? ¿Merece la pena gastarme 25 euros en un tintero de calidad si me va a durar 4 años? ¿25 € de ilusión que sé que en algún momento me aburrirá y desearé que se termine cuanto antes? ¿Tendría más sentido que solo fueran 10 euros? Si empiezo a tomar notas y a dibujar flores en todas mis reuniones quizá los tinteros se acaben antes. ¿Y si dibujo loros?


A quién quiero engañar: ni en 70 años sería yo capaz de dibujar un loro.


Suscribete a Cosas que (me) pasan. Si quieres.


domingo, 21 de enero de 2024

Flujo de pensamientos y casualidades

Según terminé de escribir la semana pasada, me saltó un episodio con el título How to discover your own taste, una de las casualidades que me llevaron a acordarme de El cuaderno rojo, de Paul Auster. Recuerdo perfectamente que lo terminé una de mis últimas tardes de parque. Estaba sentada en un banco, llegué al final y sin pensarlo volví al principio para leerlo de nuevo. Me había fascinado esa serie de concatenaciones vitales que Auster recuperaba, suyas y de conocidos o amigos, escuchadas también por casualidad. Hay mucha gente que no cree en las casualidades porque considera que cuando ocurren, cuando tú ves ese hilo invisible que ha unido y conectado hechos, situaciones y personas, sencillamente lo estás forzando para darle algún tipo de sentido. Otros no creen en las casualidades porque son incapaces de prestar atención a los detalles de sus vidas, o no tienen memoria para recordar hechos, sensaciones o situaciones del pasado y pierden así la posibilidad de establecer cualquier vínculo. Veo La sociedad de la nieve y a los dos días, sin que tocara y sin razón aparente, escucho un episodio del podcast Search Engine que responde a la pregunta ¿Por qué no comemos carne humana? Al día siguiente continúo viendo Doctor en Alaska, la sexta temporada, y llego, también por casualidad, a un episodio en el que Ruth Ann descubre que a su abuelo se lo comió el abuelo de Holly en medio de un temporal en 1897. Aún hay más, escucho Andes. 72 noches en la montaña, un podcast sobre el accidente del avión uruguayo y ahí descubro que el colegio de los muchachos se llama Stella Maris, como el grupo de las niñas de La Mesías, que, por cierto, no me gustó. Me aburro con Los Javis: no digo que no sean brillantes, pero son tan conscientes de su talento y hacen tanto alarde que me cargan. Es como ver un pavo real: la primera vez dices «oh, un pavo real, qué espectacular»; la segunda «anda mira, a ver si abre la cola»; la tercera «anda... otra vez»; pero cuando te das cuenta de que el pavo lo que quiere es barrerte la cara con la cola «mira qué guapo soy, mira qué chulo soy, mira cómo molo», te das la vuelta y te vas o piensas en cómo quedaría relleno de frutos secos, carne picada, pasas, orejones y un puré de manzana de acompañamiento. Las casualidades no acaban ahí: comparto con mi amiga Kar una foto de los libros que me han traído los Reyes y me contesta: «Oh, a mí también me han regalado Cantos de sirena, de Chairman Clift». En Doctor en Alaska celebran la llegada del invierno, Maggie prepara su casa para cobijarse en lo más crudo del frío y todos se felicitan cuando empieza a nevar diciendo «Bon hiver». Hace viento en Madrid, me gusta el viento. 


“There is nothing as exciting as the wind. New love— and the wind. But the wind has always been there. Even before you knew of love, you knew of the wind. The wind could excite you as a child, and it still can, and will”. (Winter, Rick Bass)


Camino por la calle y de refilón leo en un escaparate «Diseño de sonrisa». Me parece aterrador. ¿En qué momento de tu vida y por qué decides que no te gusta tu sonrisa y quieres que te diseñen otra? ¿Alguien de tu entorno viene y te comenta como de pasada «tienes una sonrisa espantosa» o «mejor no sonrías que das miedo»? Para solucionar eso preferiría ver en un escaparate «te diseñamos nuevas amistades». 


«Ella ha ido dos veces sin escolta. La gente de palacio...». Contengo las ganas de girarme para ver la pinta de la señora que está diciendo esto por la calle Goya. Veo Saltburn, me duermo veinte minutos y cuando despierto no me hace falta ir para atrás para ver lo que ha pasado. Ya conozco esta historia, ya sé que va a pasar, me da muchísima pereza. ¿Es que nadie ha visto que es Ripley en Retorno a Brideshead? «Uy, mira, vamos a coger esas historias “que ya nadie recuerda” y le damos un toquecito cuqui y moderno y nos hacemos los transgresores». Me aburrí muchísimo, todo es vacuo, vacío, efectista y en el minuto 10 dije «lo del padre es mentira». Aún así, esta vida de ricos absurdos me llevó a una historia de mi infancia, cuando yo tenía doce o trece años, mi mejor amiga del colegio se llamaba Cristina y tenía un apellido importante, de esos que llevan un «de» en medio, porque son de alguna parte, tienen «raíces». Las suyas estaban en Asturias. Éramos muy amigas y ella era encantadora. Vivía, además, enfrente del colegio, algo que a mí me parecía mucho más envidiable que todo el dinero que tenía su familia. Algunas tardes íbamos a su casa a estudiar. Por aquel entonces tenía una habitación decorada por un profesional, con una cama-cama (yo dormía en litera, dormí en litera hasta el día antes de casarme con 28 años), tenía tocador, mesa de estudio, de todo y una foto enmarcada de un caballo. «Qué bonito», dije la primera vez que la vi antes de percatarme de que aquello era un semental y la increíble tranca del animal, algo que no he olvidado jamás. Íbamos allí muchas tardes, tenían una criada filipina que nos preguntaba qué queríamos merendar y nos lo traía en una bandeja. A mí todo aquello me parecía excéntrico, pero pensaba que todo era una especie de performance y que, en algún momento, serían una familia normal. Cuando me invitó a pasar un fin de semana, a quedarme a dormir, descubrí que eso no pasaba, que esa vida con rituales, gestos y convenciones sociales eran su rutina habitual. El viernes por la noche nos sentamos a cenar en el salón. Su padre, su madre, su hermano R, su hermano P (que por aquel entonces debía tener 16 o 17 años y a mí me parecía el hombre más atractivo del mundo) y nosotras dos. Una mesa espectacular, todo muy ceremonioso pero que creí manejable, hasta que se abrió la puerta de la cocina y la chica filipila entró, vestida con cofia y guantes, a servirnos la cena. Se acercó a mi, por mi izquierda, a ofrecerme sopa de tortuga. Yo no sabía cómo había que servirse, cómo evitar tirarme todo por encima. La cena entera fue una agonía. Si servirme sopa me había parecido difícil, el segundo plato, que no recuerdo, era de los que había que pinzar con doble cubierto. Ellos charlaban,reían y comentaban sin inmutarse siguiendo una coreografía que claramente tenían interiorizada. Aquella era su vida real. Al día siguiente fuimos a su club y el domingo a casa de su abuelo que, entre otros lujos hasta entonces desconocidos para mí, tenía un pabellón de caza con una muestra de todos los animales disecados que había matado en sus muchos años como cazador. Recuerdo especialmente un oso grizzly erguido que medía unos tres metros. Jamás he olvidado aquel fin de semana por las ganas que tenía de que terminara y volver a una vida normal en la que cenábamos en la cocina, la fuente se ponía en el centro de la mesa y no había osos en casa de mis abuelos. Voy al cine a ver Los que se quedan, que me gusta, sin más. Es entretenida, mona, a medio camino entre El club de los poetas muertos, El club de los cinco y Criadas y señoras. Me paso toda la película añorando vivir en un sitio en el que la nieve caiga y aguante un mes. Un sitio donde pueda decir «Bon hiver». Me he dado cuenta de que cuando estoy tumbada boca arriba cruzo siempre el pie derecho por encima del izquierdo. ¿Cuánto tiempo llevo haciendo esto? Si lo hago al revés estoy incómoda, pero me fuerzo a hacerlo para no tener manías absurdas. Me cuesta, tengo que concentrarme porque si no, en cualquier momento, cuando me despisto, mi cuerpo dice «eh, ya está distraída, volvamos a la posición que nos gusta». Cada vez veo más mujeres con uñas en punta. La última, el otro día, en una tienda a la que fui a recoger un paquete. Me dan miedo esas uñas, un miedo parecido al que me daba  Diana, la mala de V. Es casi físico el miedo que me da enfrentarme a algo que no comprendo y que parece que puede hacerme daño.

"I think a lot about the difference between what in my head is the push internet and the pull internet... the internet where things are pushed at you and the internet where you have to do some work...you have to pull it towards you". Ezra Klein

En el episodio sobre cómo construímos nuestro gusto, dice Ezra Klein que él cree que hay dos clases de internet, el pull y el push, que podríamos traducir como el de emp y el de est. (Esto, claro, me lleva a mi tebeo favorito de Mortadelo y Filemón, en el que los dos agentes de la TIA tienen que ir a buscar las joyas de la corona que alguien ha robado. Siguen la pista de las joyas hasta un ladrón que las ha colocado en unos enanitos de escayola, de esos de jardín, que ha vendido en distintas regiones de Alemania. Uno de esos enanitos está en la región de los avaros, que no recuerdo ahora mismo cuál es. Llegan a la estación de tren, piden dos billetes y les pregunta el taquillero: «¿Cuál quieren? ¿Est o emp?». Eligen est pensando que serán «estupendos», pero pronto descubren que lo que han comprado es «estirar». Tiran con fuerza de una cuerda para mover al tren mientras se lamentan de no haber comprado emp sin saber que en la parte final del tren otros pasajeros están empujando el convoy). Volviendo a Klein, me gustó su reflexión: te puedes enfrentar a internet, y a casi todo, limitándote a ver lo que te ofrece, lo que te muestra; o puedes usarlo para buscar lo que te interesa, lo que te provoca curiosidad. 


Las casualidades son una mezcla de push y pull: Push porque la vida te pasa aunque tú no quieras y pull si haces el esfuerzo de encontrarlas.