lunes, 25 de noviembre de 2019

Enredada en recuerdos


Cuando mi madre era pequeña tenía una cocinita de madera.  Era de juguete, pequeña, pero de verdad, en ella hacia fuego y preparaba comida siguiendo las indicaciones de la cocinera (sí, tenían cocinera). No sé como era, no sé de qué color eran sus puertas ni exactamente qué tamaño tenía porque no la guardaron y no he visto fotos pero la tengo en mi cabeza porque ella me lo ha contado un millón de veces. Es algo que no existió jamás para mí, algo con lo que nunca tuve contacto físico pero que para mí existe y por lo que en algún momento de mi vida sentí añoranza. Yo quise tener esa cocinita, o mejor dicho, quise tener la infancia que mi madre había tenido, quise que la infancia de mi madre no se hubiera acabado nunca porque me parecía un lugar feliz, un espacio y un tiempo que merecía no haber terminado nunca, aunque eso supusiera que yo no hubiera existido. 

Cuando mis padres decidieron ampliar nuestra casa de Los Molinos justo antes de empezar preparamos una gran fiesta. Era septiembre, el último día de fiestas, domingo, y al terminar el encierro mis padres invitaron a todos sus amigos a tomar el aperitivo en casa. Comimos, ellos bebieron y al terminar tiramos los platos y los vasos al suelo y con mazos rompimos las paredes de la casa que se iban a demoler. Al año siguiente tras sobrevivir a "la obra" también conocida como "de esta mis padres se divorcian", hicimos una nueva fiesta que pasó a llamarse "aperitivo fin de fiestas" para celebrar la terminación de las obras y la inauguración de la nueva casa. Esta vez no rompimos nada y los mazos permanecieron guardados pero a cambio preparamos, entre otras cosas,  salpicón de marisco y cebollas rellenas. Y al año siguiente también, y al siguiente y al siguiente. Y nosotros cuatro, los hijos, nos hicimos mayores y empezamos a invitar a amigos. Y seguimos con el salpicón y las cebollas rellenas, veinte, treinta, cuarenta, cien cebollas rellenas y otro año y un año más y otro más. Y murió mi padre y pensamos en dejar de hacerlo pero seguimos. Y otro año más y más y muchos más hasta que se acabó. Porque sí, porque un año no nos apeteció, porque estábamos cansados, porque total ¿qué más daba? 

El aperitivo fin de fiestas fue algo que no era, que luego fue y pareció ser eterno y que se acabó. No lo sabíamos entonces pero no estaba destinado a durar y estaba en nuestra mano. Lo creamos y lo terminamos y me gusta pensar que lo viví, que lo recuerdo, que construí ese momento y que tengo esa memoria. Para mis hijas sin embargo es como la cocinita de mi madre, algo que nunca vivieron, que existió antes de que ellas vivieran y a lo que no pueden volver ni siquiera en su recuerdo, solo en el mío. 

El viernes volvía a casa caminando, atravesando el barrio de casitas, y callejeando pasé por delante de la que fue guardería de mi hija Clara, Tower House. Ya no es blanca, ni tiene las ventanas amarillas ni las verjas de colores que delimitaban el pequeño patio en el que vi la primera función de Clara, disfrazada de chinita con un vestido verde. La casa la están dejando preciosa pero eso me hizo pensar en que las cosas, las calles, las casas, las situaciones, las modas, las palabras, los periódicos, los coches, la música, los libros, las revistas, dejan de ser y no puedes volver a ellas. Pensé que a veces me gustaría que algunas cosas se quedaran como están, como eran para siempre: El Barrio de casitas, la guardería, la curva de Puente Verde en el camino a Cercedilla, los edificios de Comillas a los que iba de campamento, las tiendas de barrio, pero lógicamente no puede ser porque además las cosas que son para mí, en algún momento fueron cosas que dejaron de ser para otros. Hubo alguien, antes de mi, que vivió en ese torreón de ladrillo antes de que fuera una guardería y para el que Tower House con sus paredes encaladas y sus ventanas amarillas y su patio rodeado de verjas fue algo que acabó con el espacio físico de su vivencia y que le dejó solo con su recuerdo. 

Pensé luego que era curioso que tuviera más apego por la guardería de Clara que por la casa en la que viví veintiocho años y me pregunté por qué. Llevo todo el fin de semana dándole vueltas y creo que es porque hace tiempo que aprendí que no puedes hacer nada por congelar los momento de felicidad, no puedes volver a ellos ni guardarlos inmaculados, llegan, los disfrutas muchas veces sin darte cuenta y se marchan. A veces no los ves marcharse, los ves cuando ya están lejos casi perdidos en la distancia pero por alguna razón creí que podría congelar los recuerdos de mi hijas, que sería capaz de mantener intactos sus lugares felices para ellas,  para que pudieran volver a ellos siempre. No puede ser y tendrán que contarle a sus hijos, si los tienen, que una vez fueron a una guardería con paredes blancas y ventanas amarillas. Y quizá sus hijos piensen: «ojalá existiera aún». 


12 comentarios:

Anónimo dijo...

Que hermoso texto, me ha hecho rememorar los recuerdos de la infancia de mi madre, en la casa que vivía de pequeña, que de tanto contar tengo en la cabeza, aunque nunca la haya visto; y me ha hecho recordar como era el barrio donde crecí, como era antes de cambiar. Describes un sentimiento que he tenido muchas veces :-)

Eva M

Anónimo dijo...

A veces, cuando te leo, me pregunto cuánta gente reflexiona sobre estas cosas... me sorprende ver mis pensamientos reflejados en tus escritos, me conmueven y me llegan al alma. Gracias por verbalizar todo mi caos mental. Me encantas.

Laura dijo...

Suelo ir con mi hijo a un parque, al que llamamos el parque del mono (hay un muelle decorado con forma de mono). Los padres de niños algo mayores se refieren a este parque como “el parque del burro”, que era la forma que tenía el muelle anterior. Para ellos el mono es un intruso, en sus recuerdos perdura el burro.
Acaba de entrar en la empresa una persona, que vive por mi zona, cuyos hijos son ya adolescentes. Cuál fue mi sorpresa cuando al explicarle que vivo cerca del parque del mono, antes conocido como del burro, me dice muy serio “ese parque de toda la vida fue el parque de la mariquita”, por lo visto había un tobogán con decoración de mariquita, que fue sustituido por el muelle del burro cuando se cambiaron muchos elementos de parques por otros más seguros. Es una tontería pero me hizo relativizar todo, y ahora se a ciencia cierta que los recuerdos que almacenemos en el parque de hoy solo serán algo para los que hemos coincidido en esta época. El resto (anteriores y posteriores) ni siquiera reconocerán en lugar en sus recuerdos.

Anónimo dijo...

¡que bonito lo cuentas todo, que bien escribes y que nostalgia me ha entrado leyéndote!

Anónimo dijo...

"Pensé luego que era curioso que tuviera más apego por la guardería de Clara que por la casa en la que viví veintiocho años y me pregunté porque."

"....me pregunté por qué." diría yo.

En mis recuerdos Molinos nunca aprendió a puntuar, que no a redactar.

molinos dijo...

Gracias Anónimo. Ya está corregido.

Anónimo dijo...

de nada.

quid pro quo. ¿en qué consistía el relleno de las cebollas?

molinos dijo...

Estaban rellenas de carne y verduras y se tarda muchísimo en hacerlas.

María dijo...

Te deseo que un día, recordando lo que estés viviendo ahora, no tengas que pensar eso de "entonces yo era feliz y no lo sabía". Un abrazo
Que no lleves muchos "porqués" en la mochila...

Anónimo dijo...

Desde hace bastante, tus post desprenden cierta sensación de nostalgia.

Mamacorrecaminos dijo...

Que bueno, me ha encantado.

sonia dijo...

Moli,pero qué bonito lo que has escrito.A mi también me pasó, eso que tu bien cuentas de pensar en que ya no es ,cuando paso por la guardería de mis hijos y la mía .
Muy bonito post.