jueves, 11 de diciembre de 2014

No le gusta bucear

Camina hacia la boca del metro igual que lo haría hacia la orilla del mar si no supiera nadar. Justo al poner el pie en el primer escalón, al comenzar a bajar, a sumergirse en ese mundo subterráneo que la aterra, coge aire. En el último momento antes de cruzar las puertas, dirige una última mirada hacia fuera, hacia la calle, al aire, al cielo, al espacio abierto. A partir de ahí contendrá la respiración, intranquila. 

Camina como una autómata de segunda clase, como si estuviera oxidada, como si sus circuitos se hubieran mojado. Es rutina pero tiene que fijarse en los carteles, leer las señales, los nombres. Es un trayecto conocido pero nunca está segura de hacer escogido bien el pasillo, de haber acertado en la bifurcación, en la escalera. ¿Será el andén correcto? Siempre el mismo momento de pánico al ponerse el convoy en marcha. ¿Lo habrá cogido en el sentido correcto? 

Nunca le gustó el metro. Jamás. De niña, la parada más cercana estaba a 10 minutos andando de su portal, un paseo por una recta interminable sin comercios que le daba miedo. El miedo crecía y crecía durante ese paseo hasta llegar a la boca de metro y sentir esa pérdida de referencias espaciales, igual que al ser revolcada por una ola. 

De adolescente siempre prefirió el autobús. Más lento, más lleno, más luminoso. Se sentía más segura. El metro era sin embargo más popular y a ella le avergonzaba decir que la aterraba. 

Cuando se fueron a vivir juntos, incluso antes, de novios, tuvo un breve idilio con el metro. La boca de la estación estaba a escasos metros de su portal, él siempre la cogía de la mano y le contagió parte de su entusiasmo juvenil por los trenes, cuando soñaba con ser ferroviario. Le enseñó la estación fantasma, un lugar increíble, aterrador y mágico al mismo tiempo que le hacía sentirse como en un viaje al pasado. Siempre pegaban las caras a la ventanilla al pasar por ella; después se miraban, sonreían y se besaban.  

Con él en el metro se relajaba. No tenía que fijarse. Él la orientaba, conocía los pasillos, los recorridos e incluso era capaz de recordar si había que ponerse al principio o al final del tren para estar más cerca de la salida al llegar a destino. 

Ya está en el tren. Intenta leer. No se concentra, no consigue fijarse en las páginas de su libro porque cada vez que llega a una estación levanta la mirada con ansiedad hasta que ve el nombre en la pared y confirma que no se ha perdido, ni equivocado, que no está dando vueltas en círculo en un recorrido imposible. 

Piensa que en el metro se anulan sus percepciones. Su memoria visual se apaga y sabe que no sería capaz de reconocer a cualquiera de estos desconocidos habituales con los que coincide todos los días. Sabe que los vio ayer, pero no los reconoce. Se angustia.  

Su capacidad de orientación se va a off y ni siquiera sabe en qué sentido circula; tampoco es capaz de calcular la distancia o el tiempo que tardará entre estación y estación. Se siente un saco vacío que sólo consigue llegar de un sitio a otro porque nadie sabe que es un saco vacío. 

Estación de destino. Todos las veces igual, pone el pie en el andén y es incapaz de recordar hacia qué lado tiene que ir. Necesita leer los carteles. Camina deprisa, todo lo deprisa que puede, hacia la salida, hacia las escaleras, hacia la luz, el aire y el ruido de la vida.  

Sube los escalones corriendo; siempre pensando, siempre sintiendo, siempre sabiendo que se está alejando de la mayor equivocación de su vida, de su mayor error. El único día en que en el metro no fue un saco vacío y le dijo lo que nunca le había dicho a nadie: "No me das miedo". 

Nunca se arrepentirá lo bastante de aquella frase. 


Si al menos pudiera dejar de ir en metro. Respira. 


13 comentarios:

Anónimo dijo...

1.- Me pasa lo mismo en el metro de mi ciudad. Cuando voy a otras me siento mucho más seguro y acogido.
2.- Esto no es ficción pero podría serlo.
3.- Da un poco de vértigo la foto porque me recuerda las escaleras del metro de Moscú; ay del que patine !
4.- Da mucho más vértigo el último párrafo.

Anónimo dijo...

Post realmente especial... me ha recordado mucho, muchísimo, al inicio de un capítulo de "Lo raro es vivir" de Carmen Martin Gaite. Su personaje describía sus viajes en metro y decía que "bajaba a los infiernos". Yo me sentía igual cada vez que pisaba el intercambiador de Avenida de América, una vez que yo también perdí la alegría por los trenes.

Aunque ya no echo de menos esos viajes, gracias por devolverme el recuerdo de esos días y de ese libro.

Anónimo dijo...

Qué, moli, probando el cambio de registro? No parece escrito por ti.

Anónimo dijo...

No parece Molin, parece Paul Auster en diario de invierno

saraolenchero dijo...

Tal vez si volviera a esa estación fantasma, que se puede visitar los fines de semana, comprendería que su miedo no era al metro.

Cabrónidas dijo...

No acabo de entenderlo, pero también es que soy bastante corto. Ni caso.

Luxindex dijo...
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Luxindex dijo...
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Luxindex dijo...
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Luxindex dijo...
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NáN dijo...

En un blog tan personal, el paso a la tercera persona tiene algo de inquietante. Es la persona de la narración literaria y la literatura, donde todo lo que sucede se cuenta transformado, es paradójicamente el modo de la verdad.

Además, está bien escrito.

(Lux, tú y tu manía de explicarte poco, ¿cómo te vamos a entender?).

Anónimo dijo...

Buen relato.

Un saludo.

Anónimo dijo...

Pues a lo mejor que da más miedo el destino que el viaje, miedo de lo que pasará allí, miedo de no llegar a tiempo.